Días atrás, en redes sociales, escribí un breve texto sobre la tauromaquia; pero había algo en él que no terminaba de convencerme y acabé borrándolo. Lo que más me convenció para eliminarlo fue encontrarme con una opinión diferente que me hizo reflexionar, una opinión analítica que no se dejó llevar por las emociones. La mía, desgraciadamente, estaba influenciada por una mala experiencia que tuve de niño mientras veía los toros en la segunda cadena. Sólo había dos canales en aquella época, y a veces debías escoger entre los toros y las aburridas noticias. —Tenía unos cinco años; mi interés en los sucesos internacionales era inexistente—. En consecuencia, ponía aquel «juego» e intentaba averiguar las reglas, lo cual me generaba bastante frustración. Estaba acostumbrado a entender las cosas y, de repente, había algo misterioso e incomprensible para mí.
Para el que no lo sepa, el pathos es la parte del discurso que se dirige a la a emoción; es decir, la herramienta más usada por políticos y charlatanes. Y el logos va directo a la razón. Esto puede ser intencional o no: algunas personas tienden más a emplear uno u otro sin percatarse de ello. Yo me dejé llevar y dije algo con lo que ahora discrepo: «La tauromaquia es una ejecución disfrazada de arte». El texto era bastante más largo, pero me quedo aquí con la parte problemática. Me costaba mucho entender por qué alguien puede afirmar que la destrucción de una vida puede ser arte. Yo entiendo el arte como creación: una novela, un cuadro, una estatua. Además, no quería tener nada en común con un espectáculo que me genera tanto rechazo. Pero lo cierto es que hay mucha subjetividad sobre qué se considera arte, así que tuve una duda razonable. Y esa duda fue suficiente para borrar una afirmación de la que ya no estaba seguro.
Es innegable que en la tauromaquia hay una serie de movimientos, una danza, y una estética. —Una estética bastante chabacana, para mí—. Por ende, sí que puede afirmarse que se trata de un arte. Además, es una tradición que forma parte del imaginario de una sociedad, y atacarla con exabruptos no hará que esas personas recapaciten, sino todo lo contrario. Si hago un ejercicio de empatía, puedo llegar a comprender por qué existe la tauromaquia. Y algunos aficionados a ella, por increíble que pueda parecer, saben que los antitaurinos tienen razón; así que evitan discutir con ellos. Un ejemplo célebre de esto es Joaquín Sabina.
«Yo soy yo y mi circunstancia»: ¿nos gustarían los toros si hubiésemos crecido en un ambiente distinto? ¿Cuánto peso tienen esas circunstancias que tanto nos condicionan? Pienso es esto antes de condenar a alguien que sólo sigue una pasión inculcada desde que era pequeño. Yo no dejaría de leer novelas si, por algún motivo, pasasen a estar mal vistas. Y me da lo mismo que algunas personas me miren mal cuando compro un cómic o hablo de algún anime que me impactó.
De todos modos, mi rechazo hacia el toreo sigue estando ahí; aunque no es algo que me moleste especialmente, ya que está condenado a extinguirse. Es un anacronismo que no tendrá espacio en el futuro. Quizá resista unas cuantas décadas, pero dudo que las generaciones futuras sigan manteniéndolo con vida. Me puedo equivocar, claro.
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