viernes, 14 de diciembre de 2018

Los artistas aviesos


El pasado que no se conoce o se olvida, no existe, porque el pasado es memoria; así que muchos hechos se quedan en la sombra ad eternum. Nunca podremos saber con seguridad qué circunstancias rodearon algunos actos, o qué clase de vida hay tras los fragmentos que el autor expone públicamente. Terry Pratchett, por ejemplo, parecía muy simpático en la distancia; pero era capaz de ser todo lo contrario en persona. Y sólo Rincewind sabe cómo debía comportarse en el ámbito familiar. 

Como los autores son humanos, poseen, en mayor o menor medida, todos los defectos inmanentes a la especie. Incluso Bradbury reconocía tener envidia de los relatos geniales que escribía Sturgeon, y además la usó para esforzarse, mejorar como escritor. En su caso consiguió sacar provecho de ese sentimiento porque iba dirigido a una técnica, no al éxito. Foster Wallace sí anhelaba el éxito a toda costa... hasta que lo obtuvo y descubrió lo poco que le importaba. Reitero: los autores son humanos, igual que tú, es bastante desaconsejable construir estatuas doradas o reflexiones maniqueas donde la humanidad es un tablero de ajedrez. Cuando veo a alguien con el hábito de señalar a los malos con dedo acusador, a veces tengo la sensación de que en realidad lo que quiere es señalarse a sí mismo como el paradigma de la bondad. 

Si nos ceñimos a artistas de siglos anteriores, no es una buena idea juzgar el pasado con los ojos de hoy, pues uno debería ser consciente del influjo que emite el contexto; si naces en una época concreta, te acompañarán durante toda tu vida las ideas y costumbres de ella. ¿Serías la misma persona si te borrasen la memoria y te trasladasen a la edad de bronce? ¿No acabarías fagocitado por ese atávico imaginario? Los pocos que se adelantan a su época son adulados en el futuro porque han logrado algo difícil. ¿Qué pensarán de nosotros los humanos del año tres mil? Seguro que unos cuantos aspectos de la sociedad actual les parecerán aterradores. 

Pero no estoy aquí para hablar sobre malas actitudes o costumbres, las cuales son meras curiosidades, sino de roturas absolutas de lo que consideramos ético, de lo escabroso, de la escritora Anne Perry matando una señora a ladrillazos, de Céline besando una foto de Hitler... o del propio Hitler, que cualquiera puede aún adquirir Mi lucha, libro perfecto para calzar la pata de una mesa. ¿Debe separarse al autor de la obra en estos casos? La pregunta se las trae, porque solemos imprimir parte de nosotros en lo que escribimos, pintamos, esculpimos. Voy a empezar con un ejemplo explícito: si Lucifer existiese —no creo en él— y escribiese una novela, ésta podría ser desde un bodrio a una obra maestra; la iniquidad del artista no tiene por qué dañar el resultado final. Hasta podría usarla en su beneficio. De hecho, a veces ni siquiera hay rastro de ella. En consecuencia, llegamos al siguiente axioma: cualquiera, independientemente de su condición moral, puede crear una obra de calidad. Eso suena genial, pero no responde a la temible pregunta antes mencionada.

Recuerdo que en Cómo no escribir una novela se hablaba de «la voz de la bestia», donde el autor hace gala de una opinión odiada universalmente; es decir, narra una historia en la que el nazismo no está tan mal. En estos casos, con razón, se rechaza el manuscrito al instante porque es malo por varios motivos. Pero ¿qué pasa si una obra magnífica es realizada por alguien abyecto? ¿Debemos condenarla también al ostracismo? Si pretendemos purificar con fuego cual inquisidores, aparecen dos problemas: como dije al principio, no podemos saber con certeza cómo es el autor; así que no sería posible hacer una criba en condiciones, justa. Y además tendríamos que prohibirle el paso a una cantidad inconmensurable de obras valiosas desde un punto de vista cultural. Nótese que no hablo de obras publicadas, sino de filtros.

Sobre lo que ya está expuesto al mundo, pienso que una obra pertenece al autor hasta que la convierte en producto, momento en que pasa a ser del mercado y el público. Ha de ser éste último quien decide qué quiere o no consumir. ¿Quién soy yo para decirle a un adulto que no lea Viaje al fin de la noche, o que no admire un cuadro de Caravaggio? ¿Quién soy yo para obligarle a hacerlo? Que cada cual siga al artista que desee, porque los vástagos no tienen la culpa de lo que hayan hecho sus progenitores. Aunque éstos hayan dejado algo de sí mismos en su arte, no tiene por qué ser su faceta inicua u obsoleta, y si lo es, no tiene por qué tratarse de algo insalubre; un público maduro debería saber con qué quedarse de lo que tiene entre manos. Yo no tengo problemas para leer a quien sea, ya que siempre puedo aprender algo; pero reconozco que preferiría no tener tratos personales con cualquiera que haya bailado claqué sobre nuestro código moral.

¿Y qué pasa si la obra en sí es el trasunto de un tenebroso lado oscuro? Esta es una perspectiva diferente, ya que no tiene por qué haber sido creada por alguien avieso. Se me viene a la cabeza la novela Rabia, autocensurada por King, o juegos como Carmageddon... Esa clase de títulos. Aquí puede darse una respuesta empírica: son completamente inocuos. Todos conocemos algún suceso funesto relacionado con ese tipo de contenidos; sin embargo, son raros, y quien se ha dejado llevar ya tenía dentro sus fantasmas, era una bomba de relojería que hubiese estallado antes o después.

Ojalá pudiese echar un vistazo al futuro para saber qué se acepta allí y qué no. Aunque si se trata de un futuro muy distante, seguro que me verían como un neandertal, un Colombo que esparce las cenizas de su tabaco sobre la valiosa alfombra del salón.