jueves, 23 de noviembre de 2017

Las torres del olvido


—El mundo no puede ser completamente perverso.
—Es peor. Es Estúpido.

Creo que el título original, El mar y el verano, tiene menos garra que Las torres del olvido, que además sintetiza la obra a la perfección; así que me quedaré con este último. Diez puntos para Jordi Gubern, el traductor, o para quien haya sido el responsable de ese cambio. Esto es subjetivo, claro; habrá a quien le guste más el otro.

Turner parece ofrecer lo mismo de siempre: extrema dicotomía social en un futuro no muy lejano. Sin embargo, va más allá, crea un mundo ominoso y turbador que es difícil de digerir porque podría ser el nuestro dentro de un tiempo. No se trata simplemente del clásico combate de boxeo entre ricos y pobres, sino de un sistema enfermo que avanza hacia su destrucción sin que nadie pueda evitarlo.

Las clases se dividen en supra e infra. Los primeros son muy escasos y, por supuesto, gozan de todos los privilegios posibles. Se consideran superiores a los infra; pero viven con un miedo perpetuo que esconden en lo más profundo de su mente, pues en cualquier momento pueden ser sustituidos por máquinas y arrojados al infierno de la miseria. Sus comodidades son, en consecuencia, efímeras: la pobreza acabará alcanzando a todos. Los segundos, en cambio, viven hacinados en inmensas torres, intentando sobrevivir con los pocos recursos que poseen. Alrededor de ellas está la periferia, zona donde habita una clase media depauperada. Muchos supra acaban ahí y eso los destroza; las torres están más cerca, a la vista, llenas de salvajes infra.

Como es una obra coral, no hay un protagonista definido: la trama avanza a través de diferentes puntos de vista. Eso ayuda a comprender mejor los motivos de las dos posiciones, ahondar en las ideas inmanentes a cada conjunto de la sociedad. Todos los personajes poseen el suficiente carisma para no precipitarse en la monotonía, lo cual tiene su mérito; aunque es inevitable que unos fascinen más que otros. Al principio, la novela se centra en una familia de supra que, como tantas otras, cae en la desgracia porque el marido pierde el empleo. El autor muestra así el terrible contraste entre ambos mundos: transición rápida y descripciones descarnadas. Hoy eres un supra que vive cómodamente en su casa moderna y acogedora; mañana, un infra que contempla al mar con recelo, pues éste no deja de avanzar año tras año, espoleado por el efecto invernadero.

Me parece destacable la evolución de los personajes, sobre todo de los más jóvenes, porque juega con la sorpresa: las impresiones que causan al principio difieren mucho con las del final. Asimismo, la atmósfera de fatalidad que irradian las páginas es notable; casi logró que dejase el libro a la mitad porque me abrumaba demasiado. Y eso nunca me había ocurrido, ni siquiera con los tres mosqueteros distópicos —Orwell, Huxley y Bradbury—. Esta entrada es, por lo tanto, más una recomendación que otra cosa; no he visto nada negativo en Las torres..., salvo, quizá, algunas pequeñas partes que podrían podarse sin pudor porque aportan poco.

Excelente novela. 

viernes, 20 de octubre de 2017

Tiempos frívolos


Alguien escribe en twitter que argumentar en contra de un concepto no significa, necesariamente, defender el contrario. Nadie lo entiende. Son incapaces porque su mundo carece de matices, todo es blanco o negro. Es el resultado de vagar por un devastador yermo cultural. Los campos disciplinarios han hecho bien su trabajo: borrar pasiones y curiosidades en vez de fomentarlas. 

El actual presidente de Estados Unidos podría ser el perfecto avatar de nuestra época, donde el raciocinio ha sido nublado por la estulticia inherente al hombre-masa; éste es una fuerza imparable que reacciona por impulsos, intentar frenarlo puede tener efectos catastróficos, como introducir un palo en los radios de una bicicleta en marcha. Es mejor conformarse con redirigir su atención o atenuar su movimiento, algo que los políticos de hoy parecen no comprender, lo cual, teniendo en cuenta que ellos mismos son responsables de muchas situaciones problemáticas, resulta trágico. 

Lejos queda el «Ni rías, ni llores, ni te indignes: comprende» de Spinoza. En cada intercambio de opiniones pueden apreciarse todas las falacias retóricas de quien busca ganar una batalla, tener la razón a cualquier precio. La verdad, su búsqueda, queda así apartada y olvidada; no interesa. Muy pocos son los que se toman la molestia de ir al lado opuesto y meditar sobre los motivos del «enemigo», porque es un enemigo y nada más: se le ataca o se le tacha con una equis roja. Luego se regresa a la comodidad del grupo escogido, uno en el que haya un pensamiento similar. ¿Será esto un remanente heredado del pasado torvo que quedó, o debería quedar, atrás? 

La semana pasada encendí el televisor cuando emitían un debate. Creo que batieron algún récord, porque nunca antes había llegado a contar seis falacias del hombre de paja seguidas. ¿Debo suponer que no era un debate serio? ¿Acaso los tertulianos se han convertido en vacuos mercaderes ideológicos? ¿El público se traga esa basura sin percatarse de nada? Supongo que las tres preguntas pueden responderse afirmativamente, aunque la mayoría pensará que se trataba de una severa y sensata lucha oral. Yo propongo cambiar a los tertulianos por monos..., porque sería divertido verles lanzar excrementos al público; o sustituirlos por inteligencias artificiales, que pueden ser igual de interesantes y menos reiterativas.  

Como se avanza lentamente, por inercia, será necesario un buen número de generaciones para que aparezcan cambios sustanciales. Una vez más, la educación es la clave: un humano mejor creará un entorno mejor. Pero tendrá que ser un sistema educativo, como mínimo, parecido a lo que se puede ver en la Europa septentrional. Y hasta ése puede mejorar bastante. Entretanto, habrá que soportar los dislates que hay en cada átomo del ahora rudimentario nomos y en cada mente ofuscada por él.

De todas formas, no tengo claro que lo anterior sea la solución definitiva a los problemas. No es bueno subestimar a la omnipotente estupidez humana; ésta suele encontrar resquicios por donde colarse. Imagino que sí puede afirmarse que al menos sería un paliativo.  

Contemplamos a las sociedades pasadas, en parte, desde el desprecio, pues grandes son las injusticias que se producían en ellas. ¿Cómo nos verán a nosotros las sociedades futuras?

jueves, 14 de septiembre de 2017

El extraño caso de «Puente a las estrellas»


Es común, por desgracia, que una escritora de ciencia ficción esconda su sexo bajo unas siglas; se trata de un embuste para vender más ejemplares. En general, la mentira se acaba ahí; pero en la cubierta recalcan que es un autor, no vaya ser que alguien piense mal. Además, en esta edición afirman que ha escrito V, la serie que cosechó un éxito tremendo en los ochenta. Yo tenía algunas chapas cuando era un halfling. V, nada menos... lástima que se trate de otra falacia, porque el creador de esa serie es Kenneth Johnson. Lo que sí hizo Ann C. Crispin fue escribir una novela basada en ella. También se atrevió con Star Wars y Star Trek. 

La sinopsis tampoco se salva de la codicia, porque casi la mitad está dedicada a encumbrar al excelso autor de V. 


Hasta yo empiezo a creer que Crispin la ideó

Aunque estoy acostumbrado a ver estas estrategias de venta, debo admitir que nunca había encontrado nada tan sangrante. Es como si los editores no tuviesen ni la más mínima esperanza en la novela, en su capacidad de valerse por sí sola. Quizá no dispusiesen de suficientes medios promocionales, lo cual dudo que excuse tanto cinismo.

Y antes de reseñar Puente a las estrellas, te invito a que busques las diferencias entre la edición española de V y la americana. Hay una que te sorprenderá. 



Los negocios son los negocios. 

Ojalá Puente a las estrellas, después de todo lo anterior, no contuviese más peculiaridades, porque falta una más.

A medida que iba adentrándome en la trama, crecían mis sospechas de que algo fallaba en la protagonista; pero no estaba dispuesto a aceptarlo hasta leer una buena parte. Y se confirmó lo que temía: el personaje principal me recordaba muchísimo a una Mary Sue. Como no estaba seguro del todo, consulté en la Wikipedia y al final del artículo leí, sobre el uso de esa clasificación, una queja que me dejó ojiplático, porque quien la hace es la mismísima Ann C. Crispin. Eso corroboró mi mala opinión de la brillante Mahree, una adolescente desenvuelta, lista, audaz, sabia, bondadosa, comprensiva, tenaz, atractiva aunque no lo sepa, políglota. Pocas situaciones se resuelven sin su ayuda crucial; pocos seres escapan a sus sutiles encantos. Pensemos por un momento en Whil Wheaton y su detestado personaje de La nueva generación

Su compañero de aventuras, un apuesto y joven médico que ama a los gatos, representa uno de los conceptos que más odio en la literatura: el príncipe azul. Sólo está ahí para completar el sueño húmedo de Crispin.

Es una pena que dos de los tres personajes principales —del tercero, que es magnífico y tiene carisma, prefiero no hablar; el lector debe descubrir quién y cómo es— sean mediocres, porque el resto de la novela funciona muy bien: el ritmo es fluido; el tono, perfecto; los diálogos, amenos; las escenas, excelentes. Creo que con la debida difusión sería una gran obra juvenil, una de ésas que podrían introducir en el género a unos cuantos lectores potenciales. Y a pesar de ser autoconclusiva, es la primera de una colección que, si no me equivoco, no ha sido traducida; así que hay una interesante veta sin explotar.

Puente a las estrellas satisfará a los que, como yo, se lo pasan genial imaginándose a los humanos teniendo su primer contacto con una especie alienígena o explorando la galaxia, porque todo se resume en eso: una nave, una tripulación y un inconmensurable e ignoto cosmos.

Y ahora, como estoy loco y todo esto me ha recordado a los ochenta, pongo una canción sin venir a cuento. El tipo de las gafas extravagantes es el mejor:

viernes, 25 de agosto de 2017

Alucinaciones hipnopómpicas


Cuando era un crío, vi un fantasma tras despertar en medio de la noche. Era translúcido, alto y de tono verduzco. Si la memoria no me traiciona, iba trajeado: americana, camisa... nada fuera de lo normal. Tenía una mano apoyada en el borde de mi cama y me miraba con fijeza. Se supone, digo yo, que en ese momento debería estar atenazado por un miedo cerval; pero sentía tranquilidad. Incluso me atreví a alargar mi mano para tocar la suya, y la aparición se esfumó en cuanto lo hice. Luego encendí la luz y me quedé de pie durante un buen rato en medio del cuarto, intentando hallar una explicación a lo sucedido. 

Esa luz, por supuesto, continuó encendida durante mucho tiempo: aún hoy me cuesta mantener la calma si la oscuridad es completa. Piensa lo que debe ser para un niño recibir la visita de un fantasma, uno que se veía muy real. 

Nunca me atreví a contarle esa experiencia a nadie, salvo a un colega que escuchó el relato atentamente y afirmó, con un deje de incredulidad, que me creía. Como estaba seguro de que contarle aquello a otros sólo traería problemas, lo dejé escondido en un remoto rincón de mi cerebro. De todos modos, el tipo verde no regresaba, las noches volvían a ser aburridas. Hicieron falta unos pocos años más para que ocurriese algo extraño de nuevo; algo muchísimo peor. 

En una esquina de mi habitación, pendido de un clavo, había un pequeño payaso de ojos traviesos y amplia sonrisa. Lo odiaba. Siempre estaba pensando en cómo deshacerme de él, pero las posibles reprimendas me quitaban las ganas. Además, no podía dejarme vencer por un estúpido y enano muñeco; así que intenté ignorarlo. Sin embargo, esos malditos ojos rojos no dejaban de espiarme continuamente, perseguirme a través de mis pesadillas. Y en una de esas noches tórridas de verano donde es tan incómodo conciliar el sueño, justo después de abrir los párpados, vi al payaso colocado en una posición diferente, pues estaba de cara a la pared como si alguien lo hubiese castigado. Por suerte, sólo estuvo así un segundo antes de retornar a su sitio habitual.

Desde luego, un muñeco mirando a la pared no es tan espectacular como el fantasma; pero te puedo asegurar que el impacto fue mucho mayor. Supongo que esa alucinación debió ser el resultado de una larga inquietud: si hubiese sido otro objeto el porqué de ella, habría ocurrido algo similar con él.

Pasada esa inquietud, llegué a la conclusión de que el cerebro puede jugarte una mala pasada cuando acabas de despertar, y eso bastó para tranquilizarme; tenía que bastar, porque obtener información en mi niñez era mucho más difícil que ahora, la era del omnisciente internet. Gracias a él corroboré mi teoría y descubrí que esas alucinaciones son bastante comunes, aunque suelen aparecer arañas antes que muñecos diabólicos, espectros o un rostro siniestro a pocos centímetros del mío, lo último que he visto. Reconozco que prefiero no ver nada fuera de lo común.

Mirándolo por el lado bueno, al menos nunca he tenido alucinaciones hipnagógicas, las cuales se producen antes de dormir, y tampoco experimenté la temida parálisis del sueño, un mal trago que suele estar lleno de visiones escalofriantes. ¿Qué consecuencias habrán tenido en las culturas antiguas? ¿Cuántos pensarían que eran reales?

Por mi parte, evidentemente, sé que sólo se trata de una imagen inofensiva que aparece muy de vez en cuando, y no merece la pena preocuparse por esas nimiedades... Ah, recuerdo que el payaso tuvo un final honorable: fue purificado por las llamas durante una noche de San Juan. A veces ocurren accidentes, no se pudo evitar. 

martes, 1 de agosto de 2017

Se apellida Noir


El apellido del protagonista, que además sirve de título, es un explícito mensaje dirigido al lector: esto pertenece al género negro, tanto que podría usarse como ejemplo perfecto del mismo. La novela no se sale de los cánones; o sea, despacho, cliente atractiva, asesinato, investigador moviéndose e indagando y resolución final. Lo interesante está en las abundantes descripciones, en cómo el autor les da, a veces, una sutil pincelada de fantasía que potencia el lado noir de la historia. No basta, verbigracia, con que aparezcan los ineludibles callejones oscuros, además hay varias amenazas en ellos que podrían acabar con la vida del malhadado detective..., eso sin contar que es fácil perderse en sus laberínticos recovecos. 

Rober Coover estaba, infiero, muy interesado en lograr que su texto fuese lo más inmersivo posible: lo ha escrito en la rara segunda persona, ésa que usan los librojuegos, y los diálogos están insertados en los párrafos. A mi juicio, la inmersión conseguida es casi absoluta; la atmósfera, que domina el noventa por ciento del libro, tiene tanto trabajo y cohesión que uno termina formando parte de ese pequeño universo: antes de que te des cuenta, estarás fumando un cigarro en algún rincón de la sórdida ciudad, arrebujado con tu gabardina. Ahora bien, es posible que el exceso descriptivo eche para atrás a algunos lectores, sobre todo si son pudorosos, ya que abundan las referencias sexuales, o lo suficientemente avezados en el género para darse cuenta de los topicazos. Lo último, sumado a la impaciencia, puede terminar con un libro defenestrado. 

La impresión que causan las primeras páginas es muy negativa, porque empieza con las mismas escenas que ya se han visto en tantas y tantas películas: mujer de piernas impresionantes —el protagonista tiene una obsesión con las piernas— entra el despacho de un detective privado para contratarlo; cadáver que desaparece y nadie parece saber dónde se halla; bares llenos de parroquianos peligrosos. Hay que avanzar un poco para empezar a darse cuenta de aquello que hace único a Noir. Coover, amén de los sutiles detalles fantásticos, intenta sorprender con acciones que van en contra de cualquier ética, y lo logra. Cuando creas que el detective no se atreverá a pensar o hacer algo concreto, tal vez te quedes asombrado. Phil M. Noir es capaz de todo.

Estamos, en consecuencia, ante una de esas novelas valientes que se atreven a cruzar las líneas rojas, a ser políticamente incorrectas e inconformistas. Me parece muy recomendable para cualquiera que esté un poco cansado del género y quiera algo diferente pero asentado sobre pilares clásicos. Eso sí, dudo que Noir sea una buena manera de adentrarse en el amplio universo detectivesco; hay opciones mejores para ello, como Hammett, Chandler y demás. Yo debo admitir que lo leí a ratos porque las toneladas de atmósfera me agotaban a pesar de su calidad; así que alterné su lectura con un par de ensayos. Si a ti en cambio te va ese estilo, adelante. Es bueno que haya diversidad para satisfacer los gustos de cada cual. 

miércoles, 14 de junio de 2017

El poder de las etiquetas en el mundo de las letras

Tú y yo sabíamos que Picard siempre fue un rajabolsas,
y aquí está la prueba irrefutable

Lewis Mumford explica, en Historia de las utopías, algo con lo que coincido plenamente: las palabras que usamos para designar las actividades de cada individuo nos dan una visión parcial del mismo, una imagen estándar que oblitera la concepción del humano como una entidad completa que interactúa en una comunidad completa.

Suena mal, ¿verdad? Y puede empeorar, porque podemos añadir lo que el lúcido Fernando Gil Villa dice en su Introducción a las teorías criminológicas: la etiqueta puede ser usada para recrear un mundo en el que las personas se hacen mejores de lo que son, usada por el lado positivo. Sin embargo, también puede tener un uso siniestro donde abundan los papeles de infelices y amargados, individuos que se ven como fracasados.

Estamos, por lo tanto, ante la posibilidad de que aparezca una mezcla ominosa: la generalización negativa. Pensé en todo esto días atrás, cuando encontré un foro en el que una supuesta chica se degradó mediante una etiqueta. Antes nunca ponía enlaces de esos sitios porque sé lo que pueden molestar, pero me he dado cuenta de que tal vez pierda credibilidad si no lo hago; así que pasa un buen rato. Aunque es posible que sea alguien de una editorial fraudulenta pescando nuevos incautos, me sirve de ejemplo para el tema que trato.

«No. Aclaremos ahora la situación: somos noveles, no nos lee ni dios, salvo amigos, familiares y las cohortes de aduladores del facebook, no somos nadie en el mundo literario. Todo esto y más es rigurosamente cierto y todos somos conscientes de ello, salvo excepciones, claro». La etiqueta autoimpuesta cobra aquí una fuerza impresionante, tanto que, reitero, me hace dudar de que sea una autora real; recordemos que cada autor «novel» que publica en editoriales pirata da una buena cantidad de beneficios a cambio de lo que cueste una tirada diminuta. Por si fuese poco, luego esgrime un argumento a todas luces interesado: como nadie te lee si eres novel, debes darle tus ahorros a la editorial para que te haga el favor de tu vida...

Pero ¿publicar así, en un sitio que ni distribuye ni se preocupa por el autor una vez que paga, no tiene el mismo resultado? Lo único que se consigue es un libro invisible que sólo leerán conocidos. Sería mejor publicarlo en internet, o imprimirlo y distribuirlo uno mismo. Así al menos las pelas no acaban en las plumosas manos de un buitre.

Suponiendo que se trate de una escritora real e impaciente, es digno de lástima que alguien tome prestada una etiqueta del imaginario colectivo para ponérsela en la frente y atacarse a sí mismo. En principio, ésa en concreto no tiene nada de malo; sólo indica que se carece de la experiencia necesaria, que aún faltan detalles por aprender antes de escribir algo publicable. Quizá el drama esté en que algo publicable no tiene por qué publicarse, y es ahí donde muchos acaban desesperándose y cayendo en las redes de los bucaneros que se hacen pasar por altruistas. Parte de la culpa está en la creencia popular de considerar escritor sólo a quien publica —pobre Kafka—, y en las ilusiones rubemprerianas.

Lo grave es cómo usan las editoriales pirata la palabra «novel»: generalización negativa para infundir miedo en un entorno donde los que empiezan a escribir sólo reciben silencios. «Eres un novel, chaval, da gracias a que te publico en papel. ¡Papel!, el material con el que se forjan los sueños». 

sábado, 6 de mayo de 2017

Cuando despertó, el dragón todavía estaba allí


El primer juego que probé de Bethesda fue Oblivion, y debo admitir que no me gustó demasiado; las mazmorras análogas y el discutible sistema de niveles fueron lo que más dolió. Recuerdo que hubo un momento, tras llegar a cierto nivel, en el que sólo aparecían troles caminando junto a minotauros. No importaba dónde: si entraba en unas ruinas élficas, o una cueva, o atravesaba un bosque, ahí estaban los dos amigos. Llegamos a conocernos muy bien, tanto que al final ya me rapeaban como en el conocido sketch de Cruz y Raya: «Morirás, morirás, ya verás que morirás...». 

Luego, no sin cierto recelo, instalé el Fallout 3. Los dos primeros, ésos* que desarrolló Black Isle cuando aún vivía Heráclito, me entretuvieron durante bastante tiempo; pero temía encontrarme con un Oblivion futurista lleno de troles y minotauros cibernéticos. Afortunadamente, no fue así: la adecuación de los enemigos a mi nivel no se notaba tanto, y el mapa, a pesar de ser más pequeño, ofrecía una enorme variedad de lugares para descubrir. Recorrí aquel mundo postapocalíptico de arriba abajo, horas y horas admirando curiosidades. Incluso había un edificio que homenajeaba a Lovecraft... Lejos quedaron aquellas cuevas y ruinas genéricas que asfixiaban la exploración libre.

Y ahora, al fin, años después de su salida, me he atrevido con el celebérrimo Skyrim. Lo cierto es que llevo unos meses entretenido con él, haciendo misiones en cuanto aparece uno de esos extraños y anhelados ratos de ocio. He vuelto a crear el mismo personaje que me dio unas cuantas horas de diversión en el anterior, un pícaro, y noto varias mejorías notables: compañeros de aventuras, movimientos finales —decapitaciones, ¡decapitaciones!—, fauna, pueblos con más vida, armadura de ladrón con capa... Sí, lo último puede sonar banal; pero un ladrón sin capa es como un enano sin barba, entelequias. Se agradece que la compañía tomase nota de los mods más usados por la comunidad.

Hay defectos, por supuesto. Yo prefiero mirar para otro lado y permitir que el juego me lleve de la mano, porque ciertos instantes son increíbles, te meten de lleno en un mundo de espada y brujería. Recuerdo estar caminando por una aldea y, de repente, alguien grita «¡Dragón!», los guardias observan el cielo a la par que aprestan sus arcos, un comerciante huye, miro en derredor hasta que un dragón se posa sobre el tejado de la herrería para vomitar su aliento de escarcha. Esos momentos son mágicos. Creo que Bethesda va por el camino correcto si su intención es sumergir al jugador en la fantasía, porque el engorroso —engorroso para algunos— proceso que conlleva construir un personaje se difumina cada vez más. Lo malo es que aún falta bastante para lograr un objetivo así: pausas en medio del combate, personajes no jugadores robóticos, zonas que aún se repiten... Por lo tanto, pienso que sería mejor usar las viejas fórmulas, o al menos no abandonarlas del todo. 

Lo que más me hizo rechinar los dientes fue la sensación de obtener mis metas demasiado rápido, sin esforzarme lo debido: los hechiceros llegan a ser archimagos a las pocas horas, los guerreros encuentran un equipo genial sin muchas dificultades, los asesinos no tardan en ser casi invisibles. Además, robar es tan fácil que aburre; resulta gracioso irte con media tienda mientras el vendedor está presente. ¿Y qué pasa con los espectros? Antes sólo podías eliminarlos con magia u objetos encantados; ahora sirve cualquier cosa. Todo vale con tal de no molestar al sufrido jugador, no sea que abandone. También me resultó raro ver un montón de instrumentos por todas partes, flautas, tambores y guitarras, y que no puedan ser tocados cuando se completa el colegio de bardos. Me habría gustado tocar melodías luctuosas en las posadas antes de ir a por la siguiente víctima. Sé que se soluciona con un mod, pero es un error: la mente, al advertir la presencia de esos instrumentos, hace una relación y crea una expectativa que se quedará sin resolver.

Skyrim es el paradigma del producto mainstream, una explosión de fama que alcanzó hasta a los alienígenas de Iker Jiménez. Menos mal que da la talla y entretiene durante semanas. Yo, de momento, sigo prefiriendo el Fallout, cualquiera de ellos

*Los omvres de verdad aún tildamos los demostrativos. 

sábado, 22 de abril de 2017

Ursula vivió en Terramar


Tras varios años recibiendo rechazos, Ursula —no veas lo que me cuesta dejar la «u» sin tilde— tuvo la suerte de que un editor le propusiese escribir una novela para jóvenes. El tiempo demostró que en realidad el afortunado fue el editor, porque ella escribió una de las mejores obras del género fantástico: Un mago de Terramar.  

Corrían los coloridos años sesenta cuando se publicó, época de muchas limitaciones en el mundo de las letras; pero Ursula supo tener la suficiente sutileza para esquivarlas y meterle un triple al rancio etnocentrismo de aquellos días, lo cual, por sí solo, tiene un mérito enorme. Resultaba imposible, a la sazón, creer que el público aceptase a un héroe de piel oscura, o a unos vándalos blancos como la leche. Algunos ilustradores ni siquiera se atrevieron a poner un poco de marrón en el rostro del protagonista, y hasta he visto la foto de una miniserie donde tiene aspecto caucásico. Lo genial del asunto es que la novela, que es lo importante, se mantiene viva aún hoy. Y le queda mucha cuerda.

Sinceramente, la primera impresión que me llevé cuando la leí fue regular: los hombres son ilustres hechiceros y las mujeres, brujas. Es necesario reflexionar un poco para percatarse de que, a pesar de eso, las brujas no tienen por qué ser malvadas, y sólo son inferiores a los hechiceros porque su acceso al conocimiento está vedado. En cuanto superé ese primer escollo, quedó al descubierto uno de los poquísimos textos que me hicieron leer hasta altas horas de la madrugada; la autora sabe cómo atar al lector, sumergirlo en una trama llena de elementos sugestivos. Eso lo consigue, además, con un estilo clásico que le da poco peso al diálogo. La clave está en un argumento que se aleja de los limitados planteamientos habituales, como los que usó Tolkien y su, así lo llamó Moorcock, Pooh épico

Ged, el protagonista, es perseguido por una misteriosa sombra nefaria que él mismo convoca. Si supiese su nombre, pues la magia consiste en conocer los nombres verdaderos, podría derrotarla; empero, nadie parece saberlo, así que la búsqueda de ese esquivo enemigo lo convertirá en un personaje temido, maldito y sombrío. Asimismo, posee defectos propios como la envidia y la ingenuidad; aunque ambos se deben a la juventud. Supongo que esos detalles agradaron al creador de Elric, alguien que no suele usar héroes inmaculados para sus novelas.

Las aventuras de Ged transcurren en Terramar, el nombre de un archipiélago ficticio; o sea, islas y más islas, islas por doquier... Por algo en la imagen de arriba hay una embarcación. Esto le da un toque especial y característico a la historia, personalidad. Cada pequeña porción de tierra guarda sus secretos.

No voy a destripar nada. Tendrás que creerme si te aseguro que ciertas partes del libro están a la altura de los títulos grandes e inolvidables, que hay momentos sublimes donde las emociones se desatan de formas muy ingeniosas. Imagino que las cuatro siguientes estarán al mismo nivel, pero nada puedo decir de ellas porque aún no las he leído. Le pondré remedio a esa herejía lo antes posible.   

lunes, 27 de marzo de 2017

Panóptico



—Acércate, Bernard, tienes que echarle un vistazo a esto.
      El primer oficial se levantó de su asiento y miró la pequeña pantalla de observación. En ella, ensombrecida por un cielo plomizo, vio una avenida llena de criaturas antropomorfas.
      —Sorprendente —dijo Bernard—. Sí, sorprendente. Tenemos que despertar al capitán.
      Arrugando el ceño y cruzándose de brazos, el piloto negó con la cabeza.
    —Ya sabes cómo es —rezongó—. Seguro que se quedará toda la diversión para él y nosotros tendremos que quedarnos aquí. ¿Cuántas veces encontramos una especie similar a la nuestra? ¿Eh? Dime.
        —Muy pocas. Pero la normativa…
     —Estamos solos en el puente; es el momento perfecto, nuestra oportunidad. Nadie tiene por qué saberlo. Venga, Bernard, estaremos poco tiempo, una hora.
      Bernard se quedó pensativo durante unos instantes.
      —No sé, Winston, no sé.
      —Vamos rápido a la sala de reconversión. No lo pienses más.
      La excitación de Winston se mostraba a través de su cuerpo, que temblaba bajo el uniforme reglamentario. Ambos pertenecían a la orden de los exploradores, y su pasión por el estudio de otras culturas era intensa, muy intensa, tanto que habían perdido la cuenta de las veces que soñaron con una oportunidad similar. Y ahora estaba ahí, ante ellos, al alcance de la mano.
      —Da igual que lo piense o no, porque el traductor universal no va a tener tiempo para analizar el idioma.
      Winston le guiñó un ojo.
      —¿Y si alguien ha sido previsor y lo puso a trabajar en cuanto la Aurora se puso a extraer información del planeta? —inquirió mientras señalaba una barra de carga que ya iba por el ochenta por ciento.
      —Supongo que… —Bernard suspiró.
      —Exacto: supones que no hay nada que objetar. Te espero en la sala de reconversión.
      Sin permitir que una posible réplica lo impidiese, Winston salió del puente a toda prisa. Bernard se quedó un rato pensativo antes de seguirlo. Luego, tras recorrer un par de sectores, lo encontró colocándose una réplica del atuendo que llevaba esa especie, una larga túnica gris; combinada con ella, su oscura melena le daba el aspecto de un comerciante neoreligioso, esos tipos que, con voz atiplada, aún venden esperanzas a cualquier pueblo emergente dispuesto a escucharles.
      —Qué pinta —dijo Bernard sonriendo—. Me traes recuerdos de la Tierra. Ah, tendrás que ocultar el pelo de alguna forma; ellos van rapados o son calvos por naturaleza.
      —Ya, y tienen la piel púrpura. No hay problema, puse las indicaciones necesarias. El pelo es un pequeño precio a pagar, ¿no crees? Ya volverá a crecer. Tú, en cambio, has tenido suerte, señor bombilla.
      —Según cómo se mire —dijo pasándose la mano por la calva.
      Diez minutos después, los dos estaban listos para pasar desapercibidos entre la población. Sólo les faltaba recoger el traductor, introducírselo en el puerto craneal e ir a la sala de transporte. Por desgracia, fueron descubiertos por un ingeniero… y cerrarle la boca costó más de mil créditos.
      Refunfuñando, Winston activó el sistema de camuflaje de la lanzadera y la condujo hasta aterrizar en una zona tranquila, apartada, donde no se veía a nadie.
      —Maldita sea —dijo en cuanto se apearon entre dos filas de pequeños edificios idénticos—, eso era la mitad de mis ahorros. Espero que merezca la pena. Y tú podías haber aportado algo.
      —No soy yo quien ha insistido en venir.
      Winston chasqueó la lengua.
      —Mira —dijo—. No estoy de humor para ir contigo, así que vamos a separarnos. Ya nos contaremos nuestras experiencias aquí mismo, dentro de una hora. ¿Qué te parece?
      —Me parece bien.
      Bernard ignoró al piloto y decidió echar un vistazo en la inmensa torre que se elevaba por encima de la ciudad. Como se dio cuenta de que todas las calles convergían en ese extraño y sombrío edificio, infirió que debía tener importancia; quizá fuese el lugar donde se encontrase el regente.
      Mientras caminaba despacio y con mirada analítica, reparó en varios detalles que lo sorprendieron: unos muros altísimos lo rodeaban todo, como si los habitantes tuviesen que defenderse de monstruos gigantes, y no vio ni un ápice de porquería. En la Tierra era común toparse con papeles, pintadas, incluso deyecciones; pero aquí el civismo era absoluto. Ayudaba que, al parecer, no poseían mascotas que dificultasen la tarea de limpieza. Tampoco tenían señales de tráfico, pues usaban vehículos de transporte autopilotados que flotaban lentamente sobre las calzadas. Iban tan alto y despacio que no suponían ningún riesgo para los viandantes. Con todo, éstos se guardaban de interponerse en su camino.
      Al cabo de un rato, también se dio cuenta de que faltaba algo esencial: risas, diversión, voces, cualquier signo de arrebato. Nadie mostraba sus sentimientos, ni siquiera los niños. A Bernard le dio la sensación de encontrarse en un mundo aséptico lleno de robots, así que hizo lo posible por comportarse de la misma forma.
Fue incapaz de resistirse a entrar en un sitio donde, aparentemente, se servían comidas. Se preguntaba si en él habría alguna diferencia de conducta; pero dentro, sentados alrededor de una mesa circular, los clientes merendaban en silencio, con la cabeza agachada y sin apartar la vista del plato. En el centro de la mesa había una columna blanca llena espejos. Tras acercarse, Bernard notó que éstos rotaban siguiendo sus movimientos. Cámaras, pensó. Supuso que los habitantes de ese planeta mantenían el orden a base de una férrea seguridad. Cuando un camarero, libreta en mano, se le acercó, bajó la mirada y explicó que sentía un repentino dolor de estómago. El camarero se quedó unos segundos observándole antes de dar media vuelta con desinterés, como si Bernard hubiese desaparecido de repente. 
      De nuevo en la calle, vio un vivo resplandor en el cielo, una especie de relámpago verduzco. Estuvo a punto de preguntarle a alguien qué era… y meter la pata porque eso tal vez lo delataría. Su reloj indicaba que faltaban menos de cuarenta minutos para reunirse con Winston; por lo tanto, prefirió dejar la torre para más tarde y adentrarse en un local que también le llenó de curiosidad. El letrero de éste decía, según el traductor, «Archivos». Supuso que era algo similar a una biblioteca, y acertó: dentro se podía aprender la historia de aquella especie, dispuesta en pequeños dispositivos electrónicos con forma cilíndrica. Sólo era necesario introducir el cilindro deseado en una abertura y disfrutar así de un espectáculo audiovisual. Notó cómo las cámaras le observaban desde otra columna; pero no le dio importancia. Al menos allí estaba solo, sin nadie que pudiese estudiarle de cerca y sospechar.  
      Contempló cómo una extensa concatenación de guerras dio paso a la era pacífica, donde se destruyeron las armas y se debatió cuál sería el mejor camino para el futuro. Tanta similitud con los humanos le azoró, le trajo malos recuerdos. El debate se hallaba en el punto álgido cuando fue interrumpido por una suave voz femenina que le recorrió la nuca:
      —Espero que su solaz sea satisfactorio, buscador.
      Bernard giró la cabeza y fue impactado de lleno por dos ojos púrpuras que le miraban con curiosidad. Habría jurado que estaba solo, pero era evidente que no.
      —Sí —respondió—, era lo que buscaba. Gracias.
      Esperaba que aquella hembra le dejase tranquilo tras responder; sin embargo, se quedó a su lado, incluso se acercó un poco a él, lo cual denotaba ganas de conversación.
      —Verá, es raro en estos días que alguien se interese por la cultura; hace casi un mes que nadie se acerca por aquí. Muchos tienen miedo de que sea ilegal, claro. Una pena. Porque no es ilegal, ¿sabe? Aún no.
      Alarmado, Bernard reiteró sus gracias y se largó: no quería hacer algo que se considerase fuera de lo común y arriesgarse a ser el foco de atención. Aunque lamentaba no haber visto el final de aquel debate, se olvidó de ello al darse cuenta de que sólo faltaban cinco minutos para verse con Winston; la duradera e interesante parte bélica le hizo perder la noción del tiempo. Siempre le pasaba lo mismo cuando se ensimismaba ante el pentamonitor de su hogar.
      Fue al punto de reunión. Como llegaba con retraso, dio por sentado que Winston estaría esperándole, pero no lo vio por ningún sitio. Pasado un rato, empezó a ponerse nervioso y se acercó a la boca el comunicador que llevaba en la muñeca. No hubo respuesta. Hizo un esfuerzo por mantener la serenidad y pulsó la tecla que debía indicar la posición del piloto. La pantallita del comunicador no mostró nada, se quedó en negro. Fue consciente de lo malísima que era su situación: acababa de romper el reglamento de los exploradores al visitar un planeta sin decirle nada al capitán, y ahora su compañero no estaba. Simplemente no estaba. Si hubiese muerto, al menos debería aparecer la posición del cadáver…
      Se le pasó por la cabeza volver a la nave, informar al capitán; pero antes de hacerle frente a las consecuencias, cualesquiera que fuesen, enfiló hacia la torre: desde ella podría tener una vista magnífica de la ciudad y, con suerte, hallar algo relevante. Esa vez no permitió que nada le distrajese. Y cuando la tuvo ante sí, sintió una zozobra que le hizo tambalearse: era imponente, enorme, de aspecto sólido e impersonal. Sus cenicientos muros sin ventanas no relevaban nada del interior. La entrada, que estaba abierta de par en par, podría ser la boca de un leviatán. Bernard estuvo a punto de dar media vuelta.
      Más allá de la entrada sólo había oscuridad, y su único recurso para enfrentarse a ella era el comunicador: éste podía emitir un rayo de luz, lo suficiente para no estamparse contra alguna pared. El problema es que ese uso iba a agotar la energía en cuestión de minutos, e impedir así la comunicación con la nave. De todos modos, sabía que no iban a tardar mucho en darse cuenta de su ausencia y buscarle.
      Se quedó inmóvil durante un buen rato, sopesando la idea de abandonar aquella empresa. Luego dejó la mente en blanco, activó el modo linterna y se adentró en las tinieblas. Recorrió varios pasillos vacíos y ascendió por unas escaleras metálicas. Lo último le tranquilizó un poco, pues su objetivo era llegar a lo más alto: vio, desde el exterior, una lejana barandilla en la cúspide; así que debía existir algún modo de subir allí. Varios minutos más tarde, se asombró porque esperaba que aquello fuese un sitio fascinante, no un rincón enorme y vacío como el almacén abandonado que visitó en la niñez. Estaba seguro de que el eco sería magnífico, digno de oírse; pero no se atrevió a comprobarlo.
      En los últimos pisos se topó con una novedad: el quedo zumbido de la ventilación, aspas metálicas que, situadas en techo y paredes, se movían tras rejillas de seguridad. Por desgracia, no pudo ver nada más porque la luz del comunicador titiló varias veces antes de apagarse. El pánico atenazó sus sentidos y empezó a fantasear con la idea de que un espectro le agarrase la mano, o le persiguiese silenciosamente. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para continuar a ciegas, palpando las paredes y caminando con circunspección, ascendiendo y atravesando un buen número de pisos hasta llegar al último, donde una voz áspera perforó la oscuridad y mordió sus tímpanos.
      —Lo sé —dijo—. Sé qué te trae aquí. Vuelve a tu nave, foráneo. Vuelve y olvida. Olvidar es lo mejor.
      Bernard dirigió la mirada hacia donde había surgido esa voz, y vislumbró una débil luz púrpura en medio de la oscuridad, un pequeño círculo.
      —¿Qué debo olvidar? —inquirió—. ¿Que aquí no se paga la electricidad?
      —Humor, una defensa contra el miedo. Da media vuelta y no me enfades.
      —Enfádate lo que quieras, pero no me iré hasta saber qué le ha pasado a…
      —El otro foráneo está penalizado.
      —¿Penalizado?
      —Sí, infringió una norma y se le aplicó el castigo correspondiente; es decir, la desintegración. Compréndelo, arrojó un envoltorio al suelo. Hace mucho tiempo que no veía tamaña barbarie. Tú, en cambio, pareces civilizado; aunque recomiendo que te vayas.
      —No entiendo, ¿desintegración? ¿Quién lo ha desintegrado? ¿Cómo?
      —Antes de responder tantas dudas —dijo después de suspirar—, permite que ilumine esto.
      Una luz intensa y fría deslumbró a Bernard, que tuvo la necesidad de cubrirse durante un momento. Cuando se acostumbró, vio a un anciano sentado en un enorme trono metálico. Tenía largos mechones blancos de pelo ralo entremezclados con cables, y la mitad de su rostro era cibernético. El ojo artificial irradiaba una luminosidad púrpura.
      Lo que más le fascinó fue el trono lleno de teclas y luces, y las filas y filas de monitores que había detrás.
      —¿Quién eres? —preguntó Bernard al fin, pasado el estupor.
      —Soy el vigilante —respondió mientras alzaba una mano de metal hacia los monitores—. Yo me encargo de mantener la paz.
      Bernard sintió cómo una cólera repentina le apretaba el cerebro, porque lo comprendió todo; comprendió por qué aquella ciudad se asemejaba a una procesión de fantasmas silentes.
      —Discrepo —dijo—. Lo cierto es que te encargas de mantener la muerte. Pagáis un alto precio por la seguridad, ¿no crees?
      —Yo no decidí mi destino; he nacido aquí y hago lo que debo hacer, lo que se me ha encomendado. Era el vigilante antes de que tú nacieras, y seguiré siéndolo cuando hayas desaparecido. Y la ciudad continuará igual: recta y digna. ¿Acaso piensas juzgarnos? Mírate a ti mismo, preocúpate de los tuyos y déjanos. Lo diré por última vez: vuelve a la nave que te espera allí arriba. No quiero verme obligado a declararla ilegal y tomar medidas.
      Apretando los dientes, Bernard toqueteó algo que ocultaba en la espalda, bajo la túnica.  
      —Sé lo que piensas —continuó el vigilante—. Vas a sacar ese fáser que escondes y apuntarme. Adelante, hazlo.
      —¿Por qué no me mataste cuando entré en la torre?
      —Las visitas a mi hogar están permitidas, aunque llevaba siglos sin recibir una. —El vigilante tecleó algo en su asiento y éste emitió un pitido—. Una pena: acabo de decidir que tus compañeros son una amenaza, lo siento. Creo que es hora de castigarles.
      Bernard sacó el fáser y apuntó al vigilante. Sus manos temblaban.
      —¿Crees que matándome solucionarás algo? —preguntó con una sonrisa pavorosa—. La sola presencia de este edificio es un recuerdo constante de disciplina y orden. Por otro lado… la nave es tan frágil…
      Uno de los monitores mostró a la Aurora orbitando el planeta; luego, poco a poco, la imagen terminó apareciendo en todos.
      —Permite que me vaya y no diré nada sobre tu pueblo. Mis compañeros no tienen la culpa de que yo haya venido aquí.
      —Mientes.
      Un resplandor verduzco cubrió a la Aurora, ocultándola por completo. Y después no quedó nada aparte de las estrellas. 
      —¡Maldito! —Bernard apuntó a la cabeza del vigilante y apretó el gatillo. Antes de verlo desfallecer, tuvo la impresión de que hacía una mueca de gratitud; pero desechó esa idea.
      Los monitores se apagaron y la ventilación se detuvo, como si la vida del vigilante estuviese unida a la torre. Además, una salida rectangular se abrió en el techo. Los dos soles del planeta iluminaron el cadáver ennegrecido y cubierto de cables. El ojo artificial ya no emitía luz alguna, sólo mostraba una negra oquedad.
      Bernard observó la escena durante un rato, antes de ir a la azotea y admirar lo simétricos que eran todos los edificios. Muertos sus compañeros, estuvo tentado de arrojarse al vacío; prefería eso a quedarse en un mundo desconocido, por mucho que le agradase su estudio. Pasado un buen rato, cuando ya se había resignado a quedarse porque le faltaba valor para el suicidio, escuchó un zumbido junto a la oreja. Se giró con brusquedad y se encontró con el rostro furibundo del capitán, una imagen proyectada desde…
      —¡La Aurora! ¡La Aurora aún resiste!
      —¿Resistir? —tronó la voz grave y colérica del capitán—. ¿Resistir el qué? Acabo de enterarme de lo que habéis hecho tú y el piloto. Sus datos no aparecen, por cierto. Vas a venir ahora mismo y explicarme este asunto con detalle. Prepárate para el teletransporte.
      Bernard desapareció de la azotea.
      Entretanto, cerca de una fuente, un grupo de niños sosegados contemplaba su reflejo en el agua; meditaban sobre las enseñanzas del día. El más pequeño no dejaba de lanzarle preguntas a su hermano, que acabó perdiendo la paciencia y empujándole con un ligero codazo. Ante eso, todos se apartaron del chico agresor, horrorizados por lo que acababa de suceder, y éste se tapó el rostro con ambas manos, sollozando. Tras una larga tensión, los niños dirigieron miradas recelosas hacia la torre. Esperaban el castigo que jamás llegaría.

martes, 24 de enero de 2017

Menzoberranzan


Me temo que, como el asno de Buridán, a veces me resulta imposible decidir qué camino tomar, qué tema va a hacerme volver por aquí... y al final lo más fácil es dedicarme a otros menesteres. Si algún día consigo ordenar el caótico trastero que hay en mi cabeza, habrá un mayor número de entradas. 

Lo que sí ordené y limpié fue mi extensa colección de libros, porque me di cuenta de que el polvo estaba acumulándose demasiado, formando montañas cuyos desprendimientos podrían enterrarme vivo; así que, tras ponerme el traje antirradiación y coger un plumero, me puse manos a la obra. Tardé casi dos horas en adecentar los mil y pico ejemplares de los anaqueles: aquí filosofía, acá historia, allá criminología, allí literatura clásica. Los rostros de los autores decimonónicos parecían mirarme con desprecio mientras les pasaba el trapo, cosas de la época, supongo; muy aristocráticos para la limpieza. Lo interesante llegó cuando encontré un pequeño grupo de novelas que tenía olvidadas en un rincón. Eran de Salvatore e iban de un elfo oscuro, El elfo oscuro. Sin duda, Drizzt es la creación que llevó a ese autor a la fama.

Como había pasado una década entera desde la última vez que las leí, me pareció interesante darles un repaso y descubrir hasta qué punto era fan de ellas; es decir, hasta qué punto fui subjetivo a la hora de comentarlas en blogs y foros, porque en aquel entonces me limitaba a disfrutar de la lectura sin más, no a analizarla para aprender. De todos modos, mi primer intento terminó en fracaso: aunque no le daba importancia a las numerosas y banales grietas que hallé en los textos de Salvatore, fui incapaz de perdonar el insistente reciclaje de conceptos. 

Y ahora, antes de seguir, quiero dejar claro que lo que viene no es una reseña, sino mi opinión, mis impresiones; por lo tanto, destriparé la historia sin piedad. Vete de mis tierras si aún no la has leído.

El primer trabajo de Salvatore sobre Drizzt fue El valle del viento helado, una trilogía donde uno puede percibir que el personaje, a pesar de que le faltan leves retoques para dejarlo pulido, irradia carisma. Podría vender bastante por sí solo, sin necesidad del clásico grupo acompañante. En general, esta parte de la extensa historia me parece correcta, cumple los requisitos necesarios para entretener. Tenemos protagonista aparentemente ambiguo —Drizzt parece regodearse con las muertes de sus enemigos y manifiesta cierta crueldad, rasgo que fue eliminado después—, compañeros de distintas razas, antagonista poderoso y un archienemigo pertinaz que casi está a la altura del héroe. El ritmo es rápido y los combates aparecen con regularidad, lo cual es perfecto para los lectores más jóvenes. Además, se nota que el autor tiene pasión por la fantasía, una pasión vívida que se transmite en cada página. Puede que su obra no esté a la altura de Howard, Sapkowski o Moorcock; pero es divertida. ¿Y no es eso lo que importa?

Lo malo, lo que puede hacer que algunos salgan huyendo, es que no hay nada nuevo en estos libros; cada uno de los elementos que aparece en ellos son topicazos. Wulfgar es un señor de aspecto nórdico que usa un martillo mágico..., un arma que regresa a su mano tras ser lanzada; Cattie-Brie es una mujer que lleva un arco..., ¿o lleva un arco porque es mujer?; Bruenor es el enano tipo, o sea, el enano que puedes encontrarte en multitud de libros y películas, y el hechicero malvado carece de interés porque sabes que morirá pronto, que sólo es un secundario de paso. Sólo se salvan el elfo y Entreri, el asesino; sin embargo, no ayuda que éste termine retando a Drizzt por un motivo que a esa clase de hombres le parecería baladí. Asimismo, los escenarios carecen de ese algo especial que tienen los ofrecidos por otros autores, son demasiado vulgares. Y... ¡Me olvidaba del halfling, claro! Hay un halfling. Es pequeño, es cobarde. Es un halfling.

Con todo, la primera trilogía funcionó en las tiendas y el público quiso saber cuáles eran las raíces de ese elfo tan misterioso. Salvatore tomó nota y escribió El elfo oscuro, la precuela que narra los comienzos de Drizzt. A mi parecer, en ella se encuentra la parte más jugosa, con más enjundia: la trama transcurre en Menzoberranzan, la tenebrosa ciudad subterránea de los elfos oscuros —Drows—. Éstos son pragmáticos, aviesos, traicioneros; no querrías que estuviesen en tu vecindario. Tienen una sociedad matriarcal donde los varones, incluido nuestro protagonista, son prescindibles, y las mujeres se dedican a buscar el favor de la siniestra diosa-araña. Drizzt, que nace en dicha ciudad, se percata de que es diferente a los miembros de su raza porque él posee una inclinación hacia el bien, igual que su padre. En estas páginas se nota que Salvatore ya tiene claro hacia dónde quiere llevar a su personaje estrella: no tendrá ambigüedades morales, sino una bondad superlativa. Será un «monstruo con corazón».

Esto ya es otra cosa, colega; esto sí es fresco e interesante. La fórmula del monstruo bueno en medio de la maldad crea un contraste genial que mantiene tus narices pegadas a los libros hasta que los terminas. No es tan fascinante como Elric de Melniboné, uno de los pocos personajes que son ambiguos de verdad; pero basta para entretener y posee un encanto propio. Drizzt, desde niño, debe aprender a sobrevivir en un mundo del que no forma parte, porque las traiciones acechan en cada esquina y él adolece de ingenuidad. Por suerte, no existe en Menzoberranzan un guerrero que supere a Zaknafein, su padre, el cual desea entrenar a Drizzt hasta convertirlo en un luchador temible. Eso le da a Drizzt la herramienta principal para enfrentarse a las peliagudas situaciones que hallará en su camino hacia la superficie, donde conocerá a su segundo mentor..., y así volverá a repetirse el clásico desarrollo maestro-alumno. Del legendario maestro de armas pasamos al druida Montolio, personaje carismático y bien construido.

Aunque la precuela es, sin duda alguna, lo mejor que ha escrito Salvatore sobre Drizzt, ya pueden observarse en ella dos taras que irán repitiéndose en futuras entregas: reciclaje de ideas anteriores —vuelve, verbigracia, a aparecer una torre mágica, y no será la última vez—, y el uso de combates superfluos para rellenar o detener una línea argumental. Esos detalles onerosos suceden pocas veces, pero suceden. En El elfo oscuro pueden pasar desapercibidos, incluso puede que al lector no le importen; sin embargo, van volviéndose más pesados a medida que se avanza en las siguientes obras.

Tras otro éxito de ventas, el autor no dudó en continuar las aventuras de Drizzt con El legado del Drow, una tetralogía que retoma la trama de El valle del viento helado. No está mal, tiene sus momentos; pero tanto el decorado como los personajes vuelven a ser un montón de clichés. Al leerla se echa de menos la ciudad Drow y las tropelías de sus habitantes. Y Salvatore comete el clásico error que suele aparecer en los guiones televisivos: hacer que alguien se vuelva imbécil para atenuar su final. Eso consigue, amén de cargarse al personaje, que su muerte se pueda predecir. En este caso hablamos de Wulfgar, el bárbaro pavisoso que lleva un Mjolnir a dos manos. Si he de ser sincero, yo agradecí que desapareciese y recé al todopoderoso Mario Bros para que no volviese... Mario me defraudó, porque como dice el lugar común: «Mala hierba nunca muere». Wulfgar regresa en las últimas páginas; regresa innecesariamente. Debo separar el adverbio en sílabas para que quede claro: in-ne-ce-sa-ria-men-te. Habría sido mejor que nuestro amigo vigoréxico se quedase entre bambalinas, porque se convierte en un tipo atormentado que no deja de recordar las torturas que sufrió a manos de los demonios.

Del Legado me gustó, sobre todo, la amena batalla entre las fuerzas del bien —enanos, elfos y humanos— y el ejército de Menzoberranzan. En ella toman parte algunos personajes la mar de pintorescos y simpáticos, como el hechicero que monta a Saltacharcas, un caballo-rana, o el enano camorrista cuya armadura está erizada de pinchos. También me agradó la aparición de Cadderly Bonaduce, el protagonista de la Pentalogía del clérigo. Y el combate final con el balrog demonio Errtu me parece espectacular, muy emocionante. Por desgracia, queda un poco empañado por la reaparición de la torre de cristal, ya que algunas escenas traen recuerdos demasiado recientes del valle para quien no deje pasar largo tiempo entre lecturas. Podría afirmarse, en definitiva, que El legado tiene sus más y sus menos: aunque hay partes forzadas y poco originales, mantiene un nivel aceptable durante unos cuantos capítulos.

Y llegamos a Sendas de tinieblas, lo último de la colección que compré porque fui incapaz de seguir: ¿otra vez Wulfgar y Drizzt se van a combatir solos? ¿Otra vez la torre de cristal? ¿Otro combate entre Drizzt y Entreri? Demasiado reciclaje, y aun así, el encanto de los protagonistas hizo que continuase leyendo hasta llegar a una parte que consideré —y todavía considero— insufrible: de repente hay un quiebro en la trama y se convierte en un culebrón medieval con personajes nuevos y vacuos. Podría ser el guión de una teleserie mediocre, o de una película dirigida por Uwe Boll. ¿Un noble que se enamora de una campesina? Uf. ¿Y la campesina no lo quiere porque está enamorada del joven aldeano por el que todas suspiran? Uf, uf. Recuerdo que todo eso fue lo que logró hacerme dejar la lectura y olvidarme de ella. Esta vez, en cambio, me tapé la nariz y leí esos episodios con la esperanza de que desembocasen en algo mirífico. Y no fue así: mejoran un ápice cuando, al fin, encajan con el camino de Wulfgar; pero no dejan de ser un coñazo, escenas plúmbeas y manidas. Lo peor es cuando el bárbaro recuerda sus torturas por millonésima vez. ¿Cuántas veces debo leer las mismas descripciones?

Lo admito: aún soy incapaz de terminar Sendas de tinieblas. Quizá vuelva a intentarlo dentro de un tiempo.

De esos últimos libros destaco las profundas reflexiones de Drizzt:

«Creemos que comprendemos a aquellos que nos rodean. Las personas a las que conocemos tienen unas pautas de comportamiento, y cómo nuestras expectativas de cómo van a comportarse se cumplen una y otra vez, nos convencemos de que conocemos el corazón y el alma de esas personas.

A mí me parece que es una idea arrogante, ya que uno nunca puede comprender verdaderamente el corazón y el alma de otra persona, uno nunca puede valorar verdaderamente qué piensa o siente otra persona respecto a experiencias que uno ha vivido o que le han contado. Todos buscamos la verdad, sobre todo dentro de nuestro pequeño mundo, del hogar que nos hemos construido y de los amigos con los que lo compartimos. Pero me temo que la verdad no es tan evidente cuando hay seres humanos de por medio, que son muy complejos y cambiantes».