martes, 15 de mayo de 2018

¿El trabajo dignifica? ¿Es positivo?


A un lado del cuadrilátero, vestido con una bata a cuadros y fumando en pipa, Bertrand Russell; al otro, ceñudo y disfrazado de samurái, Tetsuro Watsuji. Ambos ofrecen una visión diferente del deber que tiene un individuo respecto a su comunidad: Russell considera que deberían reducirse las horas laborales y regalar así un valioso tiempo de recreo, amén de generar más puestos; Tetsuro, en cambio, como buen nipón que es, prefiere el sacrificio personal, dar todo lo posible por los demás. Una especie de altruismo kamikaze que le provocaría un montón de sarpullidos a Ayn Rand. 

Mi posición está muy cerca del flemático inglés: la finalidad de un humano no debería ser ir de un lado a otro, moviendo material hasta caer derrengado. Entregar más tiempo de ocio me parece razonable. Empero, no debe olvidarse que el trabajo es un intercambio de servicios, un tiempo que se da a cambio de habitar en ese sitio que Hobbes llamó leviatán. Es imprescindible que alguien tire la basura, o que siegue el césped, o que se encargue de la seguridad; por ende, ¿no crees justo que tú también debas aportar algo? A veces tengo la sensación de que Russell, sobre todo cuando habla de la moral del esclavo, infravalora los trabajos más duros. Quizá me equivoque.

Los humanos son, al mismo tiempo, sociales e individuales; así que ambos aspectos han de satisfacerse sin caer en el exceso. Un pescador no debería ser un pescador —a veces las etiquetas devoran al individuo y lo deshumanizan—, sino alguien que dedica una pequeña parte de su existencia a pescar. Y nadie debería sufrir prejuicios por sus labores, ya que todas tienen relevancia, encajan en el entramado social. He perdido la cuenta de las veces que escuché, por ejemplo, «barrer es un trabajo digno», ¿por qué es necesario señalarlo? ¿Por qué no se dice lo mismo de un abogado, o incluso un político? Tal vez se deba a que el prestigio de una ocupación entronca con la ganancia que dé, lo cual entra dentro de las muchas irracionalidades coetáneas; los presocráticos fueron capaces de pensar dejando los mitos a un lado; hoy el reto es hacer lo propio con lo irracional, que es casi ubicuo.

Por supuesto, pienso que el egoísmo racional de Rand está equivocado: diría que es difícil no servir directa o indirectamente si vives en una civilización. Y dentro de la heterogeneidad humana hay espacio para quienes son felices entregando felicidad a quien lo necesite; el altruismo puede ser una meta tan válida como cualquier otra.

Sobre la pobreza: no es indigno quien no tiene trabajo, sino el sistema que es incapaz de proporcionárselo.

¿Dignifica el trabajo, entonces? Muchos interesados han conseguido enaltecerlo, inculcando la quimera de que es mirífico; pero, como ya mencioné, es sólo un pacto de convivencia para facilitar el día a día. Un exceso del mismo puede generar sujetos que no saben solazarse, que se plantan delante del televisor para que alguien les ponga una mano en el hombro y les señale a dónde deben mirar. ¿Y trabajar es positivo? Para la comunidad sí; para el individuo depende de las circunstancias: si se trata de un medio o un fin; si tiene o no un horario abusivo; si el jefe, en caso de haberlo, es o no un patán... Independientemente de lo que te haya tocado, lo mejor es seguir el consejo que da Charles Bukowsky en Factótum: «No es suficiente con hacer tu trabajo, además tienes que mostrar interés por él, una pasión incluso».