Al principio, durante los primeros meses, los exiguos diez metros cuadrados del piso estrujaban a
Kenji hasta dejarle sin respiración; era sofocante moverse tropezando contra
las cercanas paredes, las cuales parecían estrecharse más y más, como una
vetusta trampa inquisitorial. Sin embargo, le horrorizaba pensar en salir; así
que se vio obligado a acostumbrarse.
Cuando
vivía con su familia, disfrutaba de un espacio mucho mayor; pero la vergüenza que
les hacía sentir lo condujo al ostracismo. No deseaban que se descubriese la
locura de ese vástago ingrato, que la reputación de su padre, un exitoso empresario,
fuese cubierta con la deshonra; por lo tanto, le compraron un apartamento ubicado
en un barrio penumbroso y ceniciento; un barrio lleno de edificios medio
vacíos, esqueletos de hormigón ocupados por marginados y asociales.
Un
viejo empleado del padre recorría cada mañana el angosto pasillo que llevaba
hasta el nuevo hogar de Kenji. Luego tocaba la entrada con los nudillos y
dejaba una bolsa de comida antes de irse. No saludaba porque sabía que eso
molestaría al inquilino.
Kenji
entreabría la puerta y cogía la bolsa con un movimiento fugaz. Luego se sentaba
en el suelo y examinaba el interior, ansioso por ver qué nuevos manjares irían
directos al microondas. Le gustaba comer casi tanto como jugar a videojuegos,
ver películas o leer manga.
En una
de las paredes del piso, dedicada a esas aficiones, había un televisor
flanqueado por sendas estanterías atestadas de viñetas, historias que leía con
fruición antes de irse a dormir. Otra tenía una amplia ventana que daba al edificio
de enfrente, un coloso lleno de impenetrables oquedades. A veces se preguntaba
si habría vecinos, porque jamás veía a nadie, lo cual le importaba poco. En la
tercera pared estaba la puerta del aseo más diminuto imaginable, y en la cuarta,
una escalera conducía a una plataforma donde se encontraba la cama, pues así se
aprovechaba el espacio proporcionado por el techo alto.
Llevaba
tres años viviendo en ese lugar y no se sentía mal: era su refugio, una defensa
contra cualquier posibilidad de contacto humano. Cuando deseaba un nuevo manga
o videojuego, le bastaba con pedirlo por internet. No necesitaba dinero porque
su padre se lo iba dejando en una cuenta.
Todo
marchaba bien hasta hace unas horas, momento en el que despertó tras pasar una
noche incómoda escuchando un viento ululante y el repiquetear de la lluvia. Al
abrir los ojos, había un rostro frente al suyo, clavándole una mirada lechosa
desde su cabeza oscura, abotargada y jaspeada de arañazos sangrantes. Por si
eso no bastase, aquella cabeza abrió la boca para mostrar unos colmillos de
tigre y se lanzó hacia su cuello.
Kenji
se cubrió con los brazos y se apartó. Pasados unos segundos, se percató de que
allí no había nada extraño; fue una visión, una pesadilla que le persiguió
hasta su espacio seguro. Sin embargo, por primera vez en su vida sintió que
estaba solo y el corazón comenzó a latirle deprisa. Abrió la ventana para tomar
aire fresco. Aún llovía con intensidad y el cielo plomizo oscurecía la calle.
Entonces vislumbró algo en el apartamento de enfrente: una persona menuda
parecía observarle. Intentó examinarla con más detenimiento, pero desapareció
entre las sombras.
Se
encogió de hombros y cerró la ventana. Nunca habría imaginado que la presencia
de otra persona lo calmase; pero así fue. Quizá, pensó, necesitaba saber que su
mundo cercano no era una isla solitaria.
Después
de una búsqueda en la red, descubrió que a veces la mente puede jugarle una
mala pasada a quien acaba de despertar; aun así, deseó no tener otra vez esa
clase de alucinaciones. Ni siquiera le gustaba soñar, porque casi siempre
sufría pesadillas. Dedicó el resto de día a ver un par de películas y competir
en el Hearthstone. Cuando llegó la
hora de dormir, se cubrió la cabeza con la esperanza de que todo volviese a la
normalidad.
A
primera hora de la mañana, fue despertado por un ruido inusual: agua. Sonaba
como si estuviese en alta mar, navegando en un velero. Se quitó las sábanas del
rostro y no vio nada raro; no hasta que se atrevió a asomarse desde la
plataforma y miró hacia abajo. El suelo se había convertido en el agua de un
océano, y una sombra en el fondo iba engrandeciéndose: un tiburón blanco
emergió con velocidad, las fauces abiertas, hacia él.
Kenji
apartó la cabeza bruscamente, gritando con desesperación, y se puso en una
esquina de la plataforma, encogido. El sonido del mar desapareció al instante y
no vio nada más; pero no se atrevió a moverse durante un buen rato. Después
volvió a echar un vistazo con cuidado. El suelo volvía ser el de siempre:
cojines, polvo, cajas, envoltorios. Nada anormal. Se maldijo por haber visto Tiburón el día anterior. Estaba claro
que esa película era la causante de aquello. Una vez calmado, se asomó a la
ventana para que la brisa atemperase sus nervios.
La
persona menuda volvía a estar en el apartamento de enfrente. Era una chica que
le sonreía e incluso le saludaba con la mano. Kenji, embriagado por un ramalazo
de timidez, se limitó a observarla. Tenía el cabello teñido de verde y llevaba
una cazadora de cuero. Tras ella, sólo había oscuridad.
Cuando
al fin se decidió a devolver el saludo, la chica retrocedió y se desvaneció en
las tinieblas.
Kenji
gruñó y se masajeó la frente. ¿Sería otra visión? Si lo era, tendría que
barajar la posibilidad de haber perdido la cordura, lo cual le daba mucho más
miedo que todo lo sucedido. Harto de todo aquello, decidió que iría a comprobar
si se trataba de alguien real; aunque no sería fácil. Se dijo a sí mismo varias
veces que el recorrido duraría unos pocos minutos, pero la última vez que
intentó salir al exterior se le nubló la vista y tuvo taquicardias.
Se
puso un gorro impermeable, unas gafas de sol y una mascarilla, como si aquello
fuese una armadura protectora, un yelmo de Mambrino que repeliese a posibles
atacantes. Luego se dirigió hacia la puerta con paso lento y trémulo, igual que
un juguete al que se le acababa la cuerda, y puso una mano sobre la manilla. No
era la primera vez que lo hacía, porque así recogía la comida; pero ahora su
intención era diferente. Se quedó congelado sin decidirse a actuar. ¿De verdad
necesitaba irse? ¿Por qué no quedarse en la seguridad de su piso y jugar a
algún videojuego?
Alguien
llamó a la puerta y Kenji se sobresaltó. Enfadado, la abrió de golpe y le quitó
al empleado la bolsa de las manos.
—Buenos
días —dijo con rapidez y un deje de rabia.
El
empleado, henchido de asombro, se rascó la cabeza.
—Buenos…
¿todo va bien, muchacho?
—Perfectamente.
—Cerró la puerta y arrojó la bolsa al suelo.
Perplejo,
el empleado se fue rezongando, pensando en lo odiosos que podían llegar a ser
los jóvenes de hoy en día.
Kenji
apretó los dientes y tomó la decisión de salir. Ahora o nunca.
Recorrió
el estrecho pasillo del portal y bajó las escaleras sin pensar. Ya en la calle,
vio al empleado subirse a una moto e irse. Se sintió culpable por haberlo
tratado con brusquedad y pensó en disculparse al día siguiente.
Como
el corazón empezó a latirle con fuerza, supo que disponía de poco tiempo antes
de tener un ataque de ansiedad; así que cruzó la carretera para ir al portal de
enfrente. Iba a pulsar varios botones con la esperanza de que alguien le
abriese; sin embargo, no hizo falta porque salió un tipo de aspecto hosco que
llevaba un tatuaje en el brazo. Kenji aprovechó para meterse dentro. Luego se
sentó en la escalera para calmarse: el interior de un edificio le aterraba
menos que el exterior.
El
portal era más sórdido que el suyo: colillas en el suelo, luces fundidas,
paredes agrietadas. Lo bueno es que el ascensor funcionaba, aunque no se
atrevió a cogerlo.
Subió
las escaleras hasta el piso donde había visto a la chica. Cuando tuvo ante sí
la puerta, se le presentó un problema: ¿qué iba a decirle? De repente, se
percató de lo absurda que resultaba aquella situación. Apoyó la espalda contra
una pared y cruzó los brazos, cabizbajo. Acababa de superar uno de los mayores retos
de su vida al salir fuera, y ahora una barrera de vergüenza le obliteraba el
camino.
Escuchó
pasos. Era una anciana que se aproximaba con lentitud. Caminaba encorvada y con
la bolsa de la compra en una mano temblorosa. Kenji se ofreció a ayudarla y ella
aceptó con un gesto de agradecimiento. Vivía en uno de los pequeños
apartamentos de ese piso.
—Muchas
gracias, chico —dijo introduciendo las llaves en la cerradura.
—Disculpe,
¿sabe si vive alguien ahí? —Señaló la puerta de la chica.
—¿Ahí?
Verás, este edificio se cae a pedazos y deberían demolerlo. No quedan muchos
viviendo en él.
—Pero
¿sabe si ahí hay un vecino?
—No,
que yo sepa. Hace tiempo sí: una chica muy rara, una de esas personas que no
salen de casa. Pobrecilla.
—¿Y
ahora no está?
—Imposible:
lleva muerta unos cuantos años. Ese apartamento sigue vacío desde entonces.
¿Qué ocurre? ¿La conocías?
Kenji
retrocedió y frunció el ceño.
—No,
no —dijo—. Disculpe.
—Es
una pena, ¿sabes? A veces llegan jóvenes problemáticos a esta zona y nadie los
ayuda —dijo entrando en su casa—, ¿quieres un té?
—En
otro momento, quizá.
La
anciana inclinó la cabeza a modo de despedida y entró en su pequeña vivienda.
Afligido,
Kenji se dispuso a marcharse; pero se detuvo ante la puerta de la chica y la
observó con una mezcla de fascinación y temor. ¿Y si llamaba?, pensó, ¿qué
podía perder?
Pulsó
el timbre y esperó. Nada. Ni una señal de que hubiese alguien dentro.
Se
preguntó si se habría equivocado de apartamento, pues era lo más lógico, o
quizá alguien lo había ocupado sin que la anciana se enterase. Al final decidió
olvidarse de aquello y regresar, porque empezaba a sentirse mal de verdad. La
cabeza le daba vueltas y le dolía el estómago.
De
nuevo en su casa, volvió a echar un vistazo por la ventana. Todo normal.
Resolvió
contarles esas visiones a sus familiares si persistían, aunque no quería molestar.
Pero era mejor que volverse loco y causarles más problemas.
Comió
con desgana y después intentó distraerse un rato en un juego online. Cuando
perdió cuatro partidas seguidas, abandonó. La hora de dormir se acercaba,
inexorable, y no quería hacerlo. Anhelaba encontrarse bien, despertarse sin que
nada extraño sucediese.
Las
manecillas del reloj avanzaron. Llegó de nuevo la noche, acompañada por una
llovizna. Kenji hizo lo posible por mantenerse en vela, pero no estaba
acostumbrado. A la una de la mañana el sueño demostró ser un adversario
temible. Necesitaba dormir. Subió a la cama y suplicó que no pasase nada. Los
nervios lo mantuvieron despierto durante una hora más, dando vueltas. Luego fue
engullido por un sueño profundo.
Al
despertar, notó una presencia cercana. Abrió los ojos y descubrió que no estaba
solo: había alguien sentado frente a él, observándole con quietud. Estaba en el
pie de la cama, casi encima de sus piernas.
Kenji
sacudió la cabeza, convencido de que era otra alucinación; sin embargo, aquella
sombra continuó donde estaba. Comenzó a tener un miedo cerval y buscó a tientas
el interruptor de la luz. Cuando logró pulsarlo, la iluminación mostró algo que
no se esperaba ni por asomo: era la chica, la misma que había visto en la
ventana. Pelo verde y cazadora de cuero. Lo miraba con la cabeza torcida y una
amplia sonrisa.
—Hola
—se limitó a decirle.
Él
se quedó sin habla, paralizado por el convencimiento de haber perdido el
juicio.
—Viniste
a verme —añadió—. Ahora yo vengo a verte a ti. Pero deberías haber entrado en
mi casa; tengo videojuegos.
Kenji
salió de las sábanas, adelantó un brazo y tocó una rodilla de la chica
repetidas veces.
—Eres
real —sentenció.
—Pues
qué iba a ser si no, ¿un fantasma? —dijo sonriendo.
—Me
dijeron que estabas…
—¿Qué?
Kenji
tuvo un mal presentimiento: ¿qué ocurriría si le decía la verdad? Pero era
real, o eso parecía. Dirigió la mirada a la puerta, esperando que estuviese
forzada y abierta; sin embargo, se encontraba cerrada, tal y como la dejó el
día anterior.
—¿Acaso
sabes escalar? —preguntó Kenji con la mirada perdida.
—Pues
no, nunca lo he hecho.
—¿Puedo
saber qué haces aquí?
—Ya
te lo dije: visitarte. Me marcharé si quieres, aunque no te conviene. ¿De
verdad vas a seguir solo en esta prisión? ¿Cuánto tiempo aguantarás si no te
acompaño?
—Estaba
muy bien hasta hace poco, porque veo cosas al despertar.
—¿Te
estás convirtiendo en un demente? Eso es por la soledad. ¿Cómo te llamas? Yo
soy Tsuki.
—Kenji.
—No
tienes por qué continuar con esta vida, Kenji. Lo que te haya pasado ya no
importa.
—¿Cómo
sabes que me pasó algo? A mí me gusta vivir así, sin más.
—Por
eso te pasó algo: los que acaban en este lugar están heridos por sus recuerdos.
¿Y si te dijese que hay un sitio mejor, uno en el que nadie podrá hacerte daño
jamás?
Los
ojos de Kenji mostraron un destello de interés.
—Yo
estoy muy a gusto en mi casa, pero ¿qué sitio es ése?
—Es
muy difícil de describir… Tendría que enseñártelo —dijo tendiendo una mano.
—Lo
siento, prefiero quedarme; la última vez que salí fue una mala experiencia.
—No
tendrías que salir. Mira, está aquí mismo.
Apareció
un agujero negro y ovalado detrás de Tsuki, una especie de entrada a otra
dimensión. A Kenji no le gustó, porque le pareció que irradiaba un aura
siniestra.
—Es
complicado que vaya a meterme ahí sin saber qué hay detrás, ¿no crees? Será
mejor que regreses a tu casa. Yo volveré a visitarte, te lo prometo.
La
sonrisa de Tsuki se apagó, al fin.
—Sé
lo difícil que es abandonar una rutina, pero tendrás que tener fe en mí. Ven
conmigo, por favor. Estoy cansada de estar sola. Siempre sola.
Kenji
comenzó a pensar en la posibilidad de que todo aquello fuese un sueño, y eso le
dio fuerzas. Sabía que la mejor manera de que acabase era afrontar el riesgo,
lo ignoto; así que se irguió y cogió la mano de la chica, una mano suave y
cálida.
—Terminemos
con esto —dijo—. Enséñame eso que dices.
Ella
volvió a sonreír y lo llevó al agujero, donde ambos fueron envueltos por la
oscuridad antes de desvanecerse.
Unas
horas más tarde, el empleado fue a llevarle la comida al raro hijo de su jefe. Como
siempre, llamó con los nudillos sin esperar a ser respondido a pesar de lo que
sucedió el día anterior. Después se fue. Le pareció curioso no escuchar la
puerta abrirse mientras bajaba por las escaleras.
A la
mañana siguiente, se encontró con la bolsa justo donde la había dejado, aplastada
y medio vacía. Eso era algo nuevo. Extrañado, llamó con energía, colocó la comida
junto a la otra, dio unos pasos atrás y esperó. No salió nadie a recogerla. Supo
entonces que debía realizar una llamada.
El
padre de Kenji no tardó en presentarse, un señor robusto y trajeado que usaba
gafas redondas de metal. Le ordenó al empleado que se fuese y se encaró con la
puerta.
—Kenji,
hijo, ¿estás ahí? —exclamó.
Después
de esperar una respuesta en vano, se alejó unos pasos y abrió la endeble puerta
con una patada.
—Hijo,
lo siento. Nunca debí alejarte de nosotros, ahora lo sé. Te ayudaré con tus
problemas, cualesquiera que sean. Sólo háblame.
Le
bastó un vistazo para percatarse de que Kenji no estaba, lo cual era sumamente
raro. Se quedó en medio del cuarto, pensando en qué podría haber ocurrido. Tuvo
entonces una creciente sensación de angustia. Dirigió la mirada al aseo, donde
aún no había mirado, y lo abrió mostrando un gesto de inquietud.
Su
hijo estaba dentro, ahorcado en la ducha con un cinturón.
Lo
observó durante unos segundos sin llegar a creerse lo que veía. Luego dejó caer
las gafas en el suelo y se apoyó en una caja, el rostro humedecido por las
lágrimas.
Consiguió erguirse al cabo de una hora, limpiándose con la manga de su americana. Caminó lentamente hasta la ventana y se apoyó en el alféizar. Intentaba contener el llanto, pero fue incapaz. Durante un instante, un parpadeo, entrevió algo en el apartamento de enfrente: una joven pareja que parecía sonreír.
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