domingo, 10 de noviembre de 2024
Otra vuelta de tuerca
viernes, 1 de noviembre de 2024
La utilidad del arte
jueves, 12 de septiembre de 2024
Compre Ubik hoy y recíbalo mañana en su casa
lunes, 26 de agosto de 2024
La censura
La palabra «censura» tiene, como es natural, diferentes acepciones y connotaciones; pero siempre está cubierta por una pátina de negatividad. Eso es lógico, porque eliminar determinados conceptos o materias es una de las clásicas herramientas dictatoriales. A algunos humanos les encantaría borrar cualquier pensamiento ajeno que no sirva a sus propósitos.
Empero, no todo lo que rodea a ese término es negativo; todos aceptamos ciertas censuras que nos protegen de conceptos perniciosos. Esto suele ser habitual en los dibujos infantiles: imagina un guión donde un niño adquiere superpoderes tras beber una botella de lejía. Evidentemente, algo así jamás debería llegar a ver la luz. Un caso parecido y real se dio en Australia, donde censuraron unas arañas que se mostraban amigables en Peppa Pig, si no recuerdo mal. Impedir que saliesen en televisión fue necesario en un país con arañas muy peligrosas.
No sólo hay censura aceptada por todos en el terreno de los más pequeños: por razones obvias, un adulto no puede ir públicamente desnudo, o agredir a otros. Para que se cumplan esas normas tenemos a un grupo de humanos entrenados para ello, aunque no son ubicuos e infalibles.
Estos días, donde cualquiera puede tener un altavoz en internet, se habla de una nueva censura; pero yo la veo más bien como un rechazo: la gente suele olvidarse de que aquí se halla en un púlpito muy visible y eso tiene unas consecuencias inevitables. Si dices algo que provoque un rechazo general, aparecerá un grupo que te hará saber lo mucho que está en contra de tus palabras. Solemos sobrevalorar las opiniones ajenas y dejarnos llevar por las emociones. Importante: no señalo quién posee la razón, sino una situación predecible; una en la que, además, no hay una censura acendrada mientras no se elimine lo dicho por el individuo que se enfrente al grupo. No nos engañemos: cuando hablamos de censura, lo hacemos pensando en la cuarta acepción; es decir, en la supresión.
Ahora bien, nunca me verás en uno de esos grupos; independientemente de lo que haya dicho un sujeto, no me gusta encontrarme en una turba. Y si se trata de algo realmente perjudicial, será o debería ser eliminado. Es decir, censurado. Aquí es donde mayores discrepancias habrá, porque ¿qué es algo censurable? En cuestiones éticas, como quedó claro en el Eutifrón, de Platón, ni siquiera los dioses se ponen de acuerdo. También debe tenerse en cuenta que la censura es altamente peligrosa, porque puede crecer y desmadrarse hasta llegar a un punto donde será muy difícil de frenar. Se empieza podando una rama y se termina talando todo el bosque.
En consecuencia, hay que tener mucho cuidado a la hora de poner muros a la libertad de expresión. Si piensas que es mejor que tu oponente ideológico se quede mudo, recuerda que las sociedades cambian y lo que hoy es hegemónico puede no serlo mañana. Soy partidario de mantener una libertad casi absoluta en el terreno de las palabras —el «casi» es porque hay cosas que son intolerables, como las amenazas de muerte—. Ni siquiera condenaría las defensas de ideologías problemáticas, porque la mayoría son anacrónicas, erradas, y tienen un impacto social mínimo. Esto implica un riesgo: la posibilidad de que una de ellas crezca y llegue a calar profundamente. A veces los humanos deben aprender por las malas antes de volver a la realidad. No me gusta Ayn Rand, pero dijo algo con lo que estoy de acuerdo, parafraseo: «Puedes ignorar a la realidad, pero ella no te ignorará a ti».
¿Estaba la sociedad preparada para la llegada de internet, para verse expuesta a innumerables pensamientos de toda índole? Yo pienso que no, aunque no le ha venido mal del todo. A pesar de que aún prima la inmadurez, sirvió para acercarnos un poco. Se habla de que ahora cada cual construye un palacio lleno de espejos, de gente que es igual a él; sin embargo, por mucho que ignores a los que están fuera de ese palacio, no van a desaparecer. Recordemos la cita del párrafo anterior.
He tocado este tema sólo superficialmente; pero, como comprenderás, no voy a ponerme a escribir un ensayo con miles de palabras. Debe quedar claro que nada de lo que pongo aquí está escrito en piedra: son mis reflexiones, las cuales pueden estar equivocadas total o parcialmente. Siempre dejo la puerta abierta a la duda y al posible error.
sábado, 27 de julio de 2024
El amuleto de Yendor
Un relato del
protagonista de «Ladrón y asesino». Esta pequeña historia sucede meses antes de
los hechos narrados en la novela.
La noche era fría, cerrada y neblinosa. En el linde
de un espeso bosque de ramas retorcidas, ignoto e impenetrable, alguien
encapuchado encendió un fuego mediante un hechizo. Luego se calentó las manos. Si
el búho que lo observaba fuese consciente de lo peligroso que era, saldría volando
hasta perderse en la oscuridad.
—¿Entonces eres un mago? —preguntó el único acompañante del hombre
encapuchado, un joven de larga melena y mirada traviesa.
—No.
Sólo puedo hacer esto una vez al día, durante un instante, y ya has visto que
la llama es ridícula. Es un truco de supervivencia que me enseñaron mis
maestros.
—¿Podrías enseñármelo?
—No.
El
joven chasqueó la lengua y arrojó una piedrecilla en el interior del fuego.
—Tampoco iba a servirme de mucho —dijo con un deje de enfado—. Ya es de
noche desde hace un rato. ¿No es el momento de ir a la torre?
—La torre
no se va a ir a ningún sitio y este lugar está abandonado desde hace siglos.
Dudo que encontremos nada en ella, sinceramente. Quizá un nido de asquerosos
trasgos.
—¿Dices
que me han engañado? ¿Que todo lo que pagué por la información no sirvió para
nada? Aquel anciano parecía convincente.
El
hombre se quitó la capucha y dejó ver un rostro lleno de cicatrices, donde
apareció una amplia sonrisa.
—Aquel
anciano era un borracho y no tienes ni idea de quién soy yo. Pero me has
contratado y te acompañaré.
—Sé
quién eres: Skali. Me lo dijiste en la taberna.
—Un
nombre no significa nada.
El
joven, cansado de la conversación, se levantó y se quitó el polvo de sus
pantalones. Después asió la empuñadura de su espada recién comprada mientras
miró, ceñudo, a Skali.
—Yo te
contraté y debes obedecerme —dijo—. Vamos ahora. Ya descansaremos al volver.
Skali se
irguió con parsimonia y observó al joven con sus ojos de hielo.
—Sí,
me has contratado —dijo—; pero nada me impediría rebanarte el cuello. Yo no veo
aquí a nadie que pueda ayudarte. ¿Tú sí, Farnis?
Farnis
estuvo a punto de decir que no necesitaba ayuda, pero algo en aquella mirada
gélida le hizo cambiar de opinión.
—Está
bien, está bien —dijo al tiempo que alzaba las palmas de sus manos—. Calma.
¿Podemos ir ya y acabar con esto?
—Vamos.
Los dos
hombres retomaron el camino. Columbraron la pequeña torre al cabo de unas
horas, perdida en medio de un monte sombrío y cubierta por la vegetación, justo
donde había indicado el anciano. Quizá fuese el hogar de un brujo, en otro
tiempo, o un puesto de guardia; pero ahora pertenecía a las alimañas.
Skali
llevaba una pequeña esfera luminosa, una herramienta de ladrón, para poder
guiarse en la oscuridad. Su atuendo oscuro parecía fundirse con las sombras
mientras daba pasos silenciosos. De vez en cuando lanzaba miradas desaprobatorias
a Farnis porque era demasiado ruidoso. Además, su blanca camisa con volantes le
recordaba a una odiosa duelista que mató algunas semanas atrás.
—¿Por qué no encendemos una antorcha? No
veo nada —rezongó Farnis.
—Nunca
se sabe quién puede esperar en la oscuridad. Y habla más bajo.
—Pero
si esto está abandonado, según tú —dijo con voz queda.
—Sí,
pero es mejor tomar precauciones por si las moscas. Ahora calla.
Se
aproximaron a uno de los muros de la torre, cuyas piedras estaban bajo un manto
musgoso, y caminaron hasta llegar a la entrada. Ésta se hallaba abierta, pues
su puerta de madera era ahora un montón de restos podridos.
Skali
le indicó silencio a Farnis y se quedó a la escucha. Como no oyó nada que
proviniese del interior, comenzó a entrar con cuidado, procurando no pisar nada
que hiciese ruido. Sirvió de poco, porque Farnis tropezó con un viejo tablón y
emitió un gritito de sorpresa.
—Uf,
casi me parto los dientes —dijo.
—Yo sí
que te los partiré como sigas haciendo el bufón, niñato —contestó con una
mirada torva —tienes suerte de que no haya nadie en la torre. O eso parece.
—¿Por
qué crees que lleva abandonada tanto tiempo?
—Superstición, supongo. ¿Qué importa? Venga, acabemos con esta pérdida
de tiempo.
Skali
se introdujo en la torre. Era angosta, y en sus esquinas penumbrosas había
varios ojillos rojos que indicaban presencias maliciosas.
—¿Qué
es eso? ¿Qué nos mira? —inquirió Farnis con una voz trémula.
—Da
igual lo que sea mientras no nos ataque. Parecen grandes arañas. Creo que esto
debió de pertenecer a un conocedor de las artes místicas; hay un bastón de mago
en ese rincón. Me lo llevaré luego para venderlo.
—Buena
idea: podemos repartirnos las ganancias.
Farnis
supo de inmediato, por la expresión de Skali, que no habría ningún reparto.
Ambos
subieron por unas escaleras estrechas y llenas de telarañas. A través de las ventanas
sólo se veía oscuridad. Ese ambiente inquietaba a Farnis, que no dejaba de apretar la empuñadura de su espada.
Cuando
llegaron al último escalón, a la planta superior, encontraron un pequeño
habitáculo. Los muebles, ennegrecidos y desvencijados, parecían estar a punto
de desplomarse en cualquier momento.
—Una
vez me dieron una habitación igual en una posada —dijo Farnis.
Skali
lo ignoró y usó su esfera luminosa para inspeccionar. Se sorprendió al ver un
pequeño cofre sobre una cómoda llena de cristales rotos, tal y como había
detallado el anciano. Eso era la prueba definitiva de que había estado allí.
Por ende, sus advertencias sobre un posible peligro cobraron una importancia
repentina para él. Empuñó su espada y miró en derredor.
Farnis
cogió el cofre y lo abrió. En su interior, brillando con una luz rojiza y
mortecina, halló un amuleto. Lo sostuvo ante sus ojos para examinarlo.
—¡Vaya! Pues mira por dónde salió bien hacerle caso al vejestorio, ¿eh?
Esto me va a hacer ganar el cuádruple de lo que gasté —dijo con alborozo—. Si
es que huelo la riqueza, la huelo.
Inopinadamente, apareció una alta silueta en el umbral, bloqueándoles la
salida. Era una mujer, o eso parecía, porque tenía cuatro brazos, pelaje negro
y colmillos. Sus tres ojos rojos en forma de triángulo se clavaron en Farnis,
que aún sostenía el amuleto.
—Os
observé desde que entrasteis en la casa de mi amo —dijo con una voz rasposa que
denotaba enfado—. Permitiré que os llevéis lo que queráis, menos eso; eso debe
quedarse donde está. Así lo ordenó mi amo.
—¿Dónde está ese amo tuyo? —inquirió Skali.
—Se
fue, pero volverá.
Farnis negó con la cabeza.
—Tu
amo hace tiempo que debe estar muerto, ¿no crees? —dijo antes de ponerse el
amuleto en el cuello y desaparecer.
Skali,
al verlo, hizo un gesto de rabia y se preparó para defenderse con la espada y
un puñal. No entendía qué acababa de suceder, dónde estaba Farnis o si se había
hecho invisible. Lo único que le importaba es que estaba solo ante la criatura. Supuso que aquel niñato acababa de engañarlo y abandonarlo
a su suerte. Quizá sabía más de lo que aparentaba saber.
La
extraña mujer saltó hacia Skali rugiendo y con los brazos extendidos, dispuesta
a hacerlo pedazos con sus garras duras y afiladas.
Skali
detuvo a duras penas esas garras con sus armas, pues se movían a una velocidad
vertiginosa, y fue incapaz de impedir que una lo hiriese en un muslo. Aun así,
soportó el dolor y mantuvo su defensa con firmeza, esperando tener alguna
oportunidad de contraatacar.
Por
desgracia, la esperada oportunidad nunca llegó: jamás se había enfrentado a un
oponente tan rápido. Estaba convencido de que se trataba de algún experimento
nefario, un guardián creado por el brujo que vivió en aquella torre. Él, un
humano corriente, no tendría ninguna oportunidad. En cuanto su defensa
flaquease, seguro que aquella cosa lograría morderle y envenenarle con alguna
clase de veneno.
Estaba
perdido.
Así
que sonrió. Sabía que ese momento llegaría antes o después, igual que a todos
los que seguían la senda de las sombras.
La
mujer monstruosa se detuvo, confusa.
—¿Por
qué te ríes? —preguntó—. Es evidente que ya estás muerto. Y también tu amigo
cuando lo encuentre.
Skali,
agotado, señaló la enorme laceración del muslo.
—Me
río porque sé lo que acabas de decir. Dale recuerdos al niñato de mi parte,
antes de matarlo.
Sucedió entonces algo totalmente inesperado: Farnis se materializó sobre
la mujer y le clavó su espada en la espalda.
En
cuanto la mujer gimió de dolor y se giró, dispuesta a hacer trizas al joven,
Skali apretó los dientes, se lanzó hacia adelante e hizo una gran cantidad de
ataques, los cuales provocaron un montón de heridas de las que salió una sangre
esmeralda, humeante.
—Embusteros, ladrones, cerdos —gruñó la mujer al tiempo que agonizaba—.
Mi amo os castigará por esto…
Su inmenso cuerpo se quedó tendido en el suelo de la habitación, exánime.
Los
hombres se quedaron observándolo un buen rato, asimilando lo que acababa de
suceder.
—¿Dónde te habías metido, embustero? —inquirió Skali.
—Aparecí en el bosque. Al parecer, este amuleto puede llevarte a otros
lugares de inmediato cuando piensas en ellos. Yo deseaba estar lejos de aquí,
entre la seguridad de los árboles, y eso pasó.
—¿Y
por qué decidiste regresar? No lo entiendo.
—No
soy un santo, pero jamás se me ocurriría abandonar a alguien en una situación
así. Por lo tanto, volví para echarte una mano. Me debes una, ¿eh? —dijo
chasqueando los dedos.
—Eres
más estúpido de lo que pensaba —respondió Skali—. El amuleto es muy
interesante, ¿me dejas verlo de cerca?
—Me
subestimas, Skali. Quizá volvamos a vernos algún día.
Farnis
guiñó un ojo y desapareció.
Skali examinó la herida y se quedó allí sentado, pensativo. Luego bajó al piso inferior y cogió el valioso bastón. Lo cierto es que aquello no le había salido tan mal, después de todo: el niñato pagó el doble de lo habitual, y también sacaría un buen pellizco por el bastón. Sin embargo, le habría encantado quedarse con el amuleto. Nunca antes había visto de cerca uno de esos objetos mágicos tan poco comunes.
sábado, 20 de julio de 2024
La aceptación
Cuando era joven, pensaba que la sociedad podía cambiar; era un idealista. Luego mi ideología se hizo trizas y me distancié. Volví a echar un vistazo estos días, a ver qué sucede, y confirmé mis sospechas: todo sigue igual de anquilosado. La sociedad del espectáculo está a pleno rendimiento, potenciada por internet.
Encontré una entrevista de Lemmy, el vocalista de Motörhead, donde se queja precisamente de eso cuando le hablan de un político: «¿Te das cuenta de que todo sigue igual?». Luego dice algo que me parece muy inteligente: «Crean en el Rock; es la única religión que no les va a decepcionar». La palabra «religión» es la clave. Muchas personas tienen una fe ciega en su ideología, pero la verdad es que ninguna de ellas va a solucionar los problemas de la sociedad contemporánea. Por supuesto, unas son mejores que otras desde un punto de vista objetivo, yo prefiero una socialdemocracia al fascismo; pero en todas se presentarán dificultades.
Por muy impolutas que sean las teorías, los humanos no son así: la picaresca acabará abriéndose camino y todo se irá abajo. ¿Monarquía? ¿Acracia? No importa. Nada conducirá a la esperada utopía que tantos desean. Quizá, con suerte, la humanidad pueda perdonarse a sí misma y llegar a algo cercano en el distante futuro; aunque será un proceso lento.
Considero que estoy en un sistema fallido. Sólo la existencia de la pobreza me basta para verlo así. Me disgusta profundamente encontrar a personas pidiendo en una esquina, no lo soporto. Alguna vez, ante la mirada atónita de los transeúntes, me acerqué a ellas para preguntarles qué les llevó a esa situación. Te puedo asegurar que tú, lector, o yo mismo, podemos acabar igual en cualquier momento. Aquí recalco la palabra personas, no pobres; las etiquetas a veces fagocitan y deshumanizan. Esas personas también fueron niños, tuvieron ilusiones, y todo eso se resquebrajó en algún instante de sus vidas.
Al final, tuve que aceptar lo evidente: nací en el capitalismo y moriré en el capitalismo. No está en mi mano cambiar la situación. El leviatán va nadando lentamente, y es tan enorme que ni siquiera se percata de mi presencia o la de otros. Puedes ponerte delante si quieres, algunos lo hicieron en su época, como Giordano Bruno; pero corres el peligro de que te aplaste.
Conocí a algunas personas que han encontrado la paz al aceptar esto. Yo no puedo decir lo mismo, no puedo estar cómodo en una sociedad disciplinaria que construye robots para insertarlos en trabajos cuyas condiciones son, como mínimo, cuestionables. Una sociedad que está encerrada en su propio imaginario. Si tuviese la oportunidad, haría lo mismo que Bill Watterson: buscaría un lugar apartado para vivir y me quedaría allí. Quizá incluso me aficionaría a la pintura; siempre quise pintar cuadros.
Por desgracia, me temo que eso va a ser imposible; así que lo mejor, en mi caso, es que me aleje un tiempo de las noticias. Tengo el show muy visto y me aburre. Corrupción por allí, mentiras por allá, terraplanismos, conspiraciones...
Me compadezco de los que están intentando mejorar las cosas ahora. Tienen mi admiración y comprensión, pero me compadezco. Ahora bien, sé que sin ellos muchos cambios jamás llegarían o se desarrollarían durante más tiempo. Es difícil que haya evolución sin lucha.