lunes, 27 de marzo de 2017

Panóptico



—Acércate, Bernard, tienes que echarle un vistazo a esto.
      El primer oficial se levantó de su asiento y miró la pequeña pantalla de observación. En ella, ensombrecida por un cielo plomizo, vio una avenida llena de criaturas antropomorfas.
      —Sorprendente —dijo Bernard—. Sí, sorprendente. Tenemos que despertar al capitán.
      Arrugando el ceño y cruzándose de brazos, el piloto negó con la cabeza.
    —Ya sabes cómo es —rezongó—. Seguro que se quedará toda la diversión para él y nosotros tendremos que quedarnos aquí. ¿Cuántas veces encontramos una especie similar a la nuestra? ¿Eh? Dime.
        —Muy pocas. Pero la normativa…
     —Estamos solos en el puente; es el momento perfecto, nuestra oportunidad. Nadie tiene por qué saberlo. Venga, Bernard, estaremos poco tiempo, una hora.
      Bernard se quedó pensativo durante unos instantes.
      —No sé, Winston, no sé.
      —Vamos rápido a la sala de reconversión. No lo pienses más.
      La excitación de Winston se mostraba a través de su cuerpo, que temblaba bajo el uniforme reglamentario. Ambos pertenecían a la orden de los exploradores, y su pasión por el estudio de otras culturas era intensa, muy intensa, tanto que habían perdido la cuenta de las veces que soñaron con una oportunidad similar. Y ahora estaba ahí, ante ellos, al alcance de la mano.
      —Da igual que lo piense o no, porque el traductor universal no va a tener tiempo para analizar el idioma.
      Winston le guiñó un ojo.
      —¿Y si alguien ha sido previsor y lo puso a trabajar en cuanto la Aurora se puso a extraer información del planeta? —inquirió mientras señalaba una barra de carga que ya iba por el ochenta por ciento.
      —Supongo que… —Bernard suspiró.
      —Exacto: supones que no hay nada que objetar. Te espero en la sala de reconversión.
      Sin permitir que una posible réplica lo impidiese, Winston salió del puente a toda prisa. Bernard se quedó un rato pensativo antes de seguirlo. Luego, tras recorrer un par de sectores, lo encontró colocándose una réplica del atuendo que llevaba esa especie, una larga túnica gris; combinada con ella, su oscura melena le daba el aspecto de un comerciante neoreligioso, esos tipos que, con voz atiplada, aún venden esperanzas a cualquier pueblo emergente dispuesto a escucharles.
      —Qué pinta —dijo Bernard sonriendo—. Me traes recuerdos de la Tierra. Ah, tendrás que ocultar el pelo de alguna forma; ellos van rapados o son calvos por naturaleza.
      —Ya, y tienen la piel púrpura. No hay problema, puse las indicaciones necesarias. El pelo es un pequeño precio a pagar, ¿no crees? Ya volverá a crecer. Tú, en cambio, has tenido suerte, señor bombilla.
      —Según cómo se mire —dijo pasándose la mano por la calva.
      Diez minutos después, los dos estaban listos para pasar desapercibidos entre la población. Sólo les faltaba recoger el traductor, introducírselo en el puerto craneal e ir a la sala de transporte. Por desgracia, fueron descubiertos por un ingeniero… y cerrarle la boca costó más de mil créditos.
      Refunfuñando, Winston activó el sistema de camuflaje de la lanzadera y la condujo hasta aterrizar en una zona tranquila, apartada, donde no se veía a nadie.
      —Maldita sea —dijo en cuanto se apearon entre dos filas de pequeños edificios idénticos—, eso era la mitad de mis ahorros. Espero que merezca la pena. Y tú podías haber aportado algo.
      —No soy yo quien ha insistido en venir.
      Winston chasqueó la lengua.
      —Mira —dijo—. No estoy de humor para ir contigo, así que vamos a separarnos. Ya nos contaremos nuestras experiencias aquí mismo, dentro de una hora. ¿Qué te parece?
      —Me parece bien.
      Bernard ignoró al piloto y decidió echar un vistazo en la inmensa torre que se elevaba por encima de la ciudad. Como se dio cuenta de que todas las calles convergían en ese extraño y sombrío edificio, infirió que debía tener importancia; quizá fuese el lugar donde se encontrase el regente.
      Mientras caminaba despacio y con mirada analítica, reparó en varios detalles que lo sorprendieron: unos muros altísimos lo rodeaban todo, como si los habitantes tuviesen que defenderse de monstruos gigantes, y no vio ni un ápice de porquería. En la Tierra era común toparse con papeles, pintadas, incluso deyecciones; pero aquí el civismo era absoluto. Ayudaba que, al parecer, no poseían mascotas que dificultasen la tarea de limpieza. Tampoco tenían señales de tráfico, pues usaban vehículos de transporte autopilotados que flotaban lentamente sobre las calzadas. Iban tan alto y despacio que no suponían ningún riesgo para los viandantes. Con todo, éstos se guardaban de interponerse en su camino.
      Al cabo de un rato, también se dio cuenta de que faltaba algo esencial: risas, diversión, voces, cualquier signo de arrebato. Nadie mostraba sus sentimientos, ni siquiera los niños. A Bernard le dio la sensación de encontrarse en un mundo aséptico lleno de robots, así que hizo lo posible por comportarse de la misma forma.
Fue incapaz de resistirse a entrar en un sitio donde, aparentemente, se servían comidas. Se preguntaba si en él habría alguna diferencia de conducta; pero dentro, sentados alrededor de una mesa circular, los clientes merendaban en silencio, con la cabeza agachada y sin apartar la vista del plato. En el centro de la mesa había una columna blanca llena espejos. Tras acercarse, Bernard notó que éstos rotaban siguiendo sus movimientos. Cámaras, pensó. Supuso que los habitantes de ese planeta mantenían el orden a base de una férrea seguridad. Cuando un camarero, libreta en mano, se le acercó, bajó la mirada y explicó que sentía un repentino dolor de estómago. El camarero se quedó unos segundos observándole antes de dar media vuelta con desinterés, como si Bernard hubiese desaparecido de repente. 
      De nuevo en la calle, vio un vivo resplandor en el cielo, una especie de relámpago verduzco. Estuvo a punto de preguntarle a alguien qué era… y meter la pata porque eso tal vez lo delataría. Su reloj indicaba que faltaban menos de cuarenta minutos para reunirse con Winston; por lo tanto, prefirió dejar la torre para más tarde y adentrarse en un local que también le llenó de curiosidad. El letrero de éste decía, según el traductor, «Archivos». Supuso que era algo similar a una biblioteca, y acertó: dentro se podía aprender la historia de aquella especie, dispuesta en pequeños dispositivos electrónicos con forma cilíndrica. Sólo era necesario introducir el cilindro deseado en una abertura y disfrutar así de un espectáculo audiovisual. Notó cómo las cámaras le observaban desde otra columna; pero no le dio importancia. Al menos allí estaba solo, sin nadie que pudiese estudiarle de cerca y sospechar.  
      Contempló cómo una extensa concatenación de guerras dio paso a la era pacífica, donde se destruyeron las armas y se debatió cuál sería el mejor camino para el futuro. Tanta similitud con los humanos le azoró, le trajo malos recuerdos. El debate se hallaba en el punto álgido cuando fue interrumpido por una suave voz femenina que le recorrió la nuca:
      —Espero que su solaz sea satisfactorio, buscador.
      Bernard giró la cabeza y fue impactado de lleno por dos ojos púrpuras que le miraban con curiosidad. Habría jurado que estaba solo, pero era evidente que no.
      —Sí —respondió—, era lo que buscaba. Gracias.
      Esperaba que aquella hembra le dejase tranquilo tras responder; sin embargo, se quedó a su lado, incluso se acercó un poco a él, lo cual denotaba ganas de conversación.
      —Verá, es raro en estos días que alguien se interese por la cultura; hace casi un mes que nadie se acerca por aquí. Muchos tienen miedo de que sea ilegal, claro. Una pena. Porque no es ilegal, ¿sabe? Aún no.
      Alarmado, Bernard reiteró sus gracias y se largó: no quería hacer algo que se considerase fuera de lo común y arriesgarse a ser el foco de atención. Aunque lamentaba no haber visto el final de aquel debate, se olvidó de ello al darse cuenta de que sólo faltaban cinco minutos para verse con Winston; la duradera e interesante parte bélica le hizo perder la noción del tiempo. Siempre le pasaba lo mismo cuando se ensimismaba ante el pentamonitor de su hogar.
      Fue al punto de reunión. Como llegaba con retraso, dio por sentado que Winston estaría esperándole, pero no lo vio por ningún sitio. Pasado un rato, empezó a ponerse nervioso y se acercó a la boca el comunicador que llevaba en la muñeca. No hubo respuesta. Hizo un esfuerzo por mantener la serenidad y pulsó la tecla que debía indicar la posición del piloto. La pantallita del comunicador no mostró nada, se quedó en negro. Fue consciente de lo malísima que era su situación: acababa de romper el reglamento de los exploradores al visitar un planeta sin decirle nada al capitán, y ahora su compañero no estaba. Simplemente no estaba. Si hubiese muerto, al menos debería aparecer la posición del cadáver…
      Se le pasó por la cabeza volver a la nave, informar al capitán; pero antes de hacerle frente a las consecuencias, cualesquiera que fuesen, enfiló hacia la torre: desde ella podría tener una vista magnífica de la ciudad y, con suerte, hallar algo relevante. Esa vez no permitió que nada le distrajese. Y cuando la tuvo ante sí, sintió una zozobra que le hizo tambalearse: era imponente, enorme, de aspecto sólido e impersonal. Sus cenicientos muros sin ventanas no relevaban nada del interior. La entrada, que estaba abierta de par en par, podría ser la boca de un leviatán. Bernard estuvo a punto de dar media vuelta.
      Más allá de la entrada sólo había oscuridad, y su único recurso para enfrentarse a ella era el comunicador: éste podía emitir un rayo de luz, lo suficiente para no estamparse contra alguna pared. El problema es que ese uso iba a agotar la energía en cuestión de minutos, e impedir así la comunicación con la nave. De todos modos, sabía que no iban a tardar mucho en darse cuenta de su ausencia y buscarle.
      Se quedó inmóvil durante un buen rato, sopesando la idea de abandonar aquella empresa. Luego dejó la mente en blanco, activó el modo linterna y se adentró en las tinieblas. Recorrió varios pasillos vacíos y ascendió por unas escaleras metálicas. Lo último le tranquilizó un poco, pues su objetivo era llegar a lo más alto: vio, desde el exterior, una lejana barandilla en la cúspide; así que debía existir algún modo de subir allí. Varios minutos más tarde, se asombró porque esperaba que aquello fuese un sitio fascinante, no un rincón enorme y vacío como el almacén abandonado que visitó en la niñez. Estaba seguro de que el eco sería magnífico, digno de oírse; pero no se atrevió a comprobarlo.
      En los últimos pisos se topó con una novedad: el quedo zumbido de la ventilación, aspas metálicas que, situadas en techo y paredes, se movían tras rejillas de seguridad. Por desgracia, no pudo ver nada más porque la luz del comunicador titiló varias veces antes de apagarse. El pánico atenazó sus sentidos y empezó a fantasear con la idea de que un espectro le agarrase la mano, o le persiguiese silenciosamente. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para continuar a ciegas, palpando las paredes y caminando con circunspección, ascendiendo y atravesando un buen número de pisos hasta llegar al último, donde una voz áspera perforó la oscuridad y mordió sus tímpanos.
      —Lo sé —dijo—. Sé qué te trae aquí. Vuelve a tu nave, foráneo. Vuelve y olvida. Olvidar es lo mejor.
      Bernard dirigió la mirada hacia donde había surgido esa voz, y vislumbró una débil luz púrpura en medio de la oscuridad, un pequeño círculo.
      —¿Qué debo olvidar? —inquirió—. ¿Que aquí no se paga la electricidad?
      —Humor, una defensa contra el miedo. Da media vuelta y no me enfades.
      —Enfádate lo que quieras, pero no me iré hasta saber qué le ha pasado a…
      —El otro foráneo está penalizado.
      —¿Penalizado?
      —Sí, infringió una norma y se le aplicó el castigo correspondiente; es decir, la desintegración. Compréndelo, arrojó un envoltorio al suelo. Hace mucho tiempo que no veía tamaña barbarie. Tú, en cambio, pareces civilizado; aunque recomiendo que te vayas.
      —No entiendo, ¿desintegración? ¿Quién lo ha desintegrado? ¿Cómo?
      —Antes de responder tantas dudas —dijo después de suspirar—, permite que ilumine esto.
      Una luz intensa y fría deslumbró a Bernard, que tuvo la necesidad de cubrirse durante un momento. Cuando se acostumbró, vio a un anciano sentado en un enorme trono metálico. Tenía largos mechones blancos de pelo ralo entremezclados con cables, y la mitad de su rostro era cibernético. El ojo artificial irradiaba una luminosidad púrpura.
      Lo que más le fascinó fue el trono lleno de teclas y luces, y las filas y filas de monitores que había detrás.
      —¿Quién eres? —preguntó Bernard al fin, pasado el estupor.
      —Soy el vigilante —respondió mientras alzaba una mano de metal hacia los monitores—. Yo me encargo de mantener la paz.
      Bernard sintió cómo una cólera repentina le apretaba el cerebro, porque lo comprendió todo; comprendió por qué aquella ciudad se asemejaba a una procesión de fantasmas silentes.
      —Discrepo —dijo—. Lo cierto es que te encargas de mantener la muerte. Pagáis un alto precio por la seguridad, ¿no crees?
      —Yo no decidí mi destino; he nacido aquí y hago lo que debo hacer, lo que se me ha encomendado. Era el vigilante antes de que tú nacieras, y seguiré siéndolo cuando hayas desaparecido. Y la ciudad continuará igual: recta y digna. ¿Acaso piensas juzgarnos? Mírate a ti mismo, preocúpate de los tuyos y déjanos. Lo diré por última vez: vuelve a la nave que te espera allí arriba. No quiero verme obligado a declararla ilegal y tomar medidas.
      Apretando los dientes, Bernard toqueteó algo que ocultaba en la espalda, bajo la túnica.  
      —Sé lo que piensas —continuó el vigilante—. Vas a sacar ese fáser que escondes y apuntarme. Adelante, hazlo.
      —¿Por qué no me mataste cuando entré en la torre?
      —Las visitas a mi hogar están permitidas, aunque llevaba siglos sin recibir una. —El vigilante tecleó algo en su asiento y éste emitió un pitido—. Una pena: acabo de decidir que tus compañeros son una amenaza, lo siento. Creo que es hora de castigarles.
      Bernard sacó el fáser y apuntó al vigilante. Sus manos temblaban.
      —¿Crees que matándome solucionarás algo? —preguntó con una sonrisa pavorosa—. La sola presencia de este edificio es un recuerdo constante de disciplina y orden. Por otro lado… la nave es tan frágil…
      Uno de los monitores mostró a la Aurora orbitando el planeta; luego, poco a poco, la imagen terminó apareciendo en todos.
      —Permite que me vaya y no diré nada sobre tu pueblo. Mis compañeros no tienen la culpa de que yo haya venido aquí.
      —Mientes.
      Un resplandor verduzco cubrió a la Aurora, ocultándola por completo. Y después no quedó nada aparte de las estrellas. 
      —¡Maldito! —Bernard apuntó a la cabeza del vigilante y apretó el gatillo. Antes de verlo desfallecer, tuvo la impresión de que hacía una mueca de gratitud; pero desechó esa idea.
      Los monitores se apagaron y la ventilación se detuvo, como si la vida del vigilante estuviese unida a la torre. Además, una salida rectangular se abrió en el techo. Los dos soles del planeta iluminaron el cadáver ennegrecido y cubierto de cables. El ojo artificial ya no emitía luz alguna, sólo mostraba una negra oquedad.
      Bernard observó la escena durante un rato, antes de ir a la azotea y admirar lo simétricos que eran todos los edificios. Muertos sus compañeros, estuvo tentado de arrojarse al vacío; prefería eso a quedarse en un mundo desconocido, por mucho que le agradase su estudio. Pasado un buen rato, cuando ya se había resignado a quedarse porque le faltaba valor para el suicidio, escuchó un zumbido junto a la oreja. Se giró con brusquedad y se encontró con el rostro furibundo del capitán, una imagen proyectada desde…
      —¡La Aurora! ¡La Aurora aún resiste!
      —¿Resistir? —tronó la voz grave y colérica del capitán—. ¿Resistir el qué? Acabo de enterarme de lo que habéis hecho tú y el piloto. Sus datos no aparecen, por cierto. Vas a venir ahora mismo y explicarme este asunto con detalle. Prepárate para el teletransporte.
      Bernard desapareció de la azotea.
      Entretanto, cerca de una fuente, un grupo de niños sosegados contemplaba su reflejo en el agua; meditaban sobre las enseñanzas del día. El más pequeño no dejaba de lanzarle preguntas a su hermano, que acabó perdiendo la paciencia y empujándole con un ligero codazo. Ante eso, todos se apartaron del chico agresor, horrorizados por lo que acababa de suceder, y éste se tapó el rostro con ambas manos, sollozando. Tras una larga tensión, los niños dirigieron miradas recelosas hacia la torre. Esperaban el castigo que jamás llegaría.

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