viernes, 14 de diciembre de 2018

Los artistas aviesos


El pasado que no se conoce o se olvida, no existe, porque el pasado es memoria; así que muchos hechos se quedan en la sombra ad eternum. Nunca podremos saber con seguridad qué circunstancias rodearon algunos actos, o qué clase de vida hay tras los fragmentos que el autor expone públicamente. Terry Pratchett, por ejemplo, parecía muy simpático en la distancia; pero era capaz de ser todo lo contrario en persona. Y sólo Rincewind sabe cómo debía comportarse en el ámbito familiar. 

Como los autores son humanos, poseen, en mayor o menor medida, todos los defectos inmanentes a la especie. Incluso Bradbury reconocía tener envidia de los relatos geniales que escribía Sturgeon, y además la usó para esforzarse, mejorar como escritor. En su caso consiguió sacar provecho de ese sentimiento porque iba dirigido a una técnica, no al éxito. Foster Wallace sí anhelaba el éxito a toda costa... hasta que lo obtuvo y descubrió lo poco que le importaba. Reitero: los autores son humanos, igual que tú, es bastante desaconsejable construir estatuas doradas o reflexiones maniqueas donde la humanidad es un tablero de ajedrez. Cuando veo a alguien con el hábito de señalar a los malos con dedo acusador, a veces tengo la sensación de que en realidad lo que quiere es señalarse a sí mismo como el paradigma de la bondad. 

Si nos ceñimos a artistas de siglos anteriores, no es una buena idea juzgar el pasado con los ojos de hoy, pues uno debería ser consciente del influjo que emite el contexto; si naces en una época concreta, te acompañarán durante toda tu vida las ideas y costumbres de ella. ¿Serías la misma persona si te borrasen la memoria y te trasladasen a la edad de bronce? ¿No acabarías fagocitado por ese atávico imaginario? Los pocos que se adelantan a su época son adulados en el futuro porque han logrado algo difícil. ¿Qué pensarán de nosotros los humanos del año tres mil? Seguro que unos cuantos aspectos de la sociedad actual les parecerán aterradores. 

Pero no estoy aquí para hablar sobre malas actitudes o costumbres, las cuales son meras curiosidades, sino de roturas absolutas de lo que consideramos ético, de lo escabroso, de la escritora Anne Perry matando una señora a ladrillazos, de Céline besando una foto de Hitler... o del propio Hitler, que cualquiera puede aún adquirir Mi lucha, libro perfecto para calzar la pata de una mesa. ¿Debe separarse al autor de la obra en estos casos? La pregunta se las trae, porque solemos imprimir parte de nosotros en lo que escribimos, pintamos, esculpimos. Voy a empezar con un ejemplo explícito: si Lucifer existiese —no creo en él— y escribiese una novela, ésta podría ser desde un bodrio a una obra maestra; la iniquidad del artista no tiene por qué dañar el resultado final. Hasta podría usarla en su beneficio. De hecho, a veces ni siquiera hay rastro de ella. En consecuencia, llegamos al siguiente axioma: cualquiera, independientemente de su condición moral, puede crear una obra de calidad. Eso suena genial, pero no responde a la temible pregunta antes mencionada.

Recuerdo que en Cómo no escribir una novela se hablaba de «la voz de la bestia», donde el autor hace gala de una opinión odiada universalmente; es decir, narra una historia en la que el nazismo no está tan mal. En estos casos, con razón, se rechaza el manuscrito al instante porque es malo por varios motivos. Pero ¿qué pasa si una obra magnífica es realizada por alguien abyecto? ¿Debemos condenarla también al ostracismo? Si pretendemos purificar con fuego cual inquisidores, aparecen dos problemas: como dije al principio, no podemos saber con certeza cómo es el autor; así que no sería posible hacer una criba en condiciones, justa. Y además tendríamos que prohibirle el paso a una cantidad inconmensurable de obras valiosas desde un punto de vista cultural. Nótese que no hablo de obras publicadas, sino de filtros.

Sobre lo que ya está expuesto al mundo, pienso que una obra pertenece al autor hasta que la convierte en producto, momento en que pasa a ser del mercado y el público. Ha de ser éste último quien decide qué quiere o no consumir. ¿Quién soy yo para decirle a un adulto que no lea Viaje al fin de la noche, o que no admire un cuadro de Caravaggio? ¿Quién soy yo para obligarle a hacerlo? Que cada cual siga al artista que desee, porque los vástagos no tienen la culpa de lo que hayan hecho sus progenitores. Aunque éstos hayan dejado algo de sí mismos en su arte, no tiene por qué ser su faceta inicua u obsoleta, y si lo es, no tiene por qué tratarse de algo insalubre; un público maduro debería saber con qué quedarse de lo que tiene entre manos. Yo no tengo problemas para leer a quien sea, ya que siempre puedo aprender algo; pero reconozco que preferiría no tener tratos personales con cualquiera que haya bailado claqué sobre nuestro código moral.

¿Y qué pasa si la obra en sí es el trasunto de un tenebroso lado oscuro? Esta es una perspectiva diferente, ya que no tiene por qué haber sido creada por alguien avieso. Se me viene a la cabeza la novela Rabia, autocensurada por King, o juegos como Carmageddon... Esa clase de títulos. Aquí puede darse una respuesta empírica: son completamente inocuos. Todos conocemos algún suceso funesto relacionado con ese tipo de contenidos; sin embargo, son raros, y quien se ha dejado llevar ya tenía dentro sus fantasmas, era una bomba de relojería que hubiese estallado antes o después.

Ojalá pudiese echar un vistazo al futuro para saber qué se acepta allí y qué no. Aunque si se trata de un futuro muy distante, seguro que me verían como un neandertal, un Colombo que esparce las cenizas de su tabaco sobre la valiosa alfombra del salón. 

viernes, 23 de noviembre de 2018

La cárcel dentro de la cárcel


Encontré, mientras paseaba por una librería, el homenaje habitual que se le hace a los autores de verdadero talento cuando fallecen: una enorme y rutilante efigie de Domingo Santos presidiendo montones de sus libros, reeditados en honor a su memoria. Incluso había un androide gaitero con kilt que tocaba una marcha fúnebre. Los compradores, atraídos por la música, acudían en masa para adquirir esa droga llamada ciencia ficción, el género más exitoso de España. 

Afortunadamente, pude conseguir el último ejemplar de La cárcel de acero y huir ileso de aquel caos; así que puedo reseñarla en este blog.

El argumento es sencillo: como la guerra va a destruir el planeta, es menester elegir a un grupo de humanos para que huyan en una nave y colonicen otro. El viaje es largo, lo suficiente para que los padres vean crecer a sus hijos; así que un par de personas deben encargarse de velar por la integridad mental de los tripulantes, pues estar en el espacio durante mucho tiempo puede tener consecuencias psicológicas graves.

Por supuesto, aquí debe introducirse una trama interesante, nadie quiere leer una historia sobre humanos que viajen sin que les pase nada y les vaya todo de maravilla. Los psicólogos no tardan en verse desbordados ante algo sorprendente: religión. A partir del capitán, un tipo imaginativo y dispuesto a creerse aquello que inventa, empieza a propagarse la idea de que son un pueblo castigado por Dios y deben vivir según unos dogmas estrictos. El tercer recinto, donde está la biblioteca, las armas y todo lo que podría reventar los cimientos de la fe, queda prohibido; cualquiera que se atreva a poner un pie en él será condenado a morir.

Sólo le pondría un pero a la novela: me resulta inverosímil que una religión extrema cale tan rápido entre un grupo de humanos de elevada cultura, los cuales se convierten en auténticos fanáticos. Aun si tenemos en cuenta el impacto mental que causa el largo viaje en la «cárcel de acero», el número de creyentes crece a una velocidad difícil de asimilar; habría preferido que fuesen generaciones futuras las que adoptasen esas limitaciones, no los primeros que entraron en la nave. Dicho esto, me alegra que varios escritores hayan sido conscientes de que la religión puede surgir donde menos se la espera. Recuerdo que Silverberg hasta se atrevió a darle una a las máquinas.

Salvo esa debatible tara anterior, lo demás me parece excelente. La estructura, que es lineal, tiene acertadas elipsis y buen ritmo. Eso hace que la lectura sea ágil y resulte sencillo adentrarse en la historia. La personalidad de los personajes, muy marcada porque se divide entre fanáticos y escépticos, encaja perfectamente en el contexto y no cae en el maniqueísmo. La mayoría de las descripciones son breves pero eficaces; Domingo Santos describe a los personajes con pocas pinceladas bien escogidas y da los detalles justos de la nave para que el lector se la imagine con precisión. Por último, el mensaje subyacente es intemporal: un grupo de humanos acorralado por su propio sistema, que es la verdadera cárcel. Todo está, en suma, muy bien construido.

¿Conseguiré más ejemplares de este celebérrimo autor? ¿Podré abrirme camino entre las abrumadoras hordas de fanáticos? Ya veremos. En mi próxima visita a la librería iré armado con lanzallamas, como el prota de La Cosa, y pertrechado con unas cuantas granadas aturdidoras. 

domingo, 11 de noviembre de 2018

Muerte e inmortalidad


Una vez escuché, probablemente en un debate televisivo, una frase de Montaigne: «Filosofar es aprender a morir». Y otra persona respondió, irradiando llamas, que eso ni de broma, que filosofar es aprender a vivir. Comprendo el enojo ante una postura que parece pesimista; pero lo cierto es que la muerte nos acompaña durante todo el trayecto porque puede presentarse de improviso. Es un error pensar que sólo está al final del camino, saludándonos con la mano mientras se toma un refresco, o peor aún: ignorarla por completo. A ella le da igual que mires para otro lado; seguirá ahí y a veces se hará notar. 

Su compañía es la que, en muchos casos, define nuestra forma de afrontar la realidad. El reloj de arena no es eterno; así que sirve de pulsión para realizar todo tipo de empresas, le da un valor inestimable al tiempo de cada individuo. Borges no se cortó un pelo cuando retrató a los inmortales como trogloditas, criaturas que ya no le dan importancia a la vida y se dedican a ser meras espectadoras. Aunque la inmortalidad tiene ventajas innegables, no podemos saber a ciencia cierta cómo se comportaría un humano que ha perdido de vista a la guadaña. Eso entra dentro del terreno especulativo. Al menos por ahora. 

Antes de adentrarme en el impacto que tienen las religiones sobre la muerte, expondré lo que pienso de ellas para despejar dudas y satisfacer curiosidades. Una vez escribí en este blog una extensa entrada sobre el tema, pero no aclaré con exactitud en qué creo yo. Bueno, pues mi dios es Moloch y sacrifico... —broma—. Realmente, considero que el conocimiento divino es inaccesible; ergo, todas las religiones son para mí fantasías porque han tenido acceso a dicho conocimiento. Fácil, ¿no? Apartados todos esos mitos, me limito a aceptar que no sé qué es en realidad este tinglado tan enorme; es decir, dejo el tema en suspensión —epojé—. Entiendo y respeto cualquiera de las tres posturas clásicas: creencia, agnosticismo y ateísmo. Si no hay fanáticos de por medio, es posible dialogar.

El pensamiento más habitual es el de que la religión sirve, sobre todo, para atenuar el miedo que produce la inexorable muerte, lo cual es cierto; sin embargo, cumple una función mucho más importante: le da un sentido a la existencia. De repente, lo que hagas servirá para un fin, una prueba que deberás superar. Además, añade un concepto extremo de justicia, porque al dios omnisciente no se le escapa nada. De poco te servirá ser tenido por un santo si luego haces maldades en la intimidad, como beber leche directamente del cartón, o chuparte un dedo para pasar las páginas de un libro. Eso último es peor que la traición y te llevará directo al noveno círculo del infierno. 

Concretemos: las religiones dan un sentido, un madero para mantenerse a flote sobre el absurdo. Pero ¿y si alguien no cree en ninguna? Pues podrá agarrarse a otra cosa, deberá hallar un sentido por sí mismo. Éste puede ser la danza, la música, el dibujo, servir en el imperio galáctico... Hay bastante donde escoger. Por supuesto, el determinismo social limitará esas opciones; alguien que nazca en una tribu indígena tendrá pocas posibilidades de llegar a ser magistrado. Lo principal es que siempre habrá varios caminos. Recordemos a Sartre y su «existencia-esencia». El proyecto personal nunca dejará de tener interés, y la muerte será quien te anime desde las gradas con un matasuegras, una peluca y un bombo.

El embrollo lo sufren aquí los inmortales. A primera vista, parece que tener toda la eternidad ante ti se trata de algo fenomenal. Pero piénsalo por un momento. Cuando tienes hambre, la perspectiva de hincharte a zampar es halagüeña; cuando ya lo has hecho y el abdomen amenaza con reventar, esa perspectiva ya no produce la misma sensación, ¿verdad? Imagina tener disponibles miríadas de siglos para hacer lo que quieras. ¿No comenzarás a posponer y perder interés? ¿No llegará un momento en el que lo hayas hecho todo? ¿Dónde estará el sentido, entonces? Tal vez la vida deje de tenerlo y te abandones a la contemplación perpetua, igual que los trogloditas de Borges. Lo raro, si eres uno de ellos, no es escribir El Quijote; lo raro es no haberlo hecho. ¿Están los humanos preparados para la inmortalidad? ¿Qué consecuencias tendría en el ámbito social?

¿Un humano inmortal sigue siendo humano?

Para terminar, recomiendo las reflexiones de Todd May sobre este tema tan interesante. Todo lo que he escrito aquí es una migaja de lo que aparece en su obra.

jueves, 27 de septiembre de 2018

La sombra carmesí


Recomendé estas novelas una y otra vez desde que las leí en la adolescencia. La palabra clave es «adolescencia». ¿Serán tan buenas como las recordaba?, ¿habré metido la pata al aconsejar su lectura? 

Esas inquietantes preguntas debían tener respuesta; así que al fin, tras varios años posponiéndolo por miedo a lo que podía encontrarme, a estropear una de las mejores experiencias literarias que he tenido, cogí el primer tomo y me puse a leer. El comienzo fue desalentador: el mundo descrito en el prólogo me resultó un poco pobre, simple, y el primer capítulo, áspero, porque no logró meterme en la historia. En ese momento estuve a punto de claudicar, ya que me temía lo peor; sin embargo, continué. Siempre ha sido una de mis trilogías favoritas del género y no iba a rendirme fácilmente. 

Lo que vino luego, avanzada la trama, pulverizó mis esperanzas: clichés, deus ex machina, combates superfluos y la combinación mortal: un deus ex machina que también es un cliché. Creo que Salvatore debería tener algún logro por eso último, ya que no recuerdo haber leído muchas veces algo así. Y eso no es todo, pues si te pones a buscar incongruencias...

«No se percataron de la marca más significativa que dejaron tras de sí. Pero el mercader sí que la advirtió al día siguiente cuando regresó al cuarto y empezó a aullar y a maldecir al ver que sus objetos más valiosos habían sido robados. En su cólera, cogió el jarrón que Oliver había devuelto a su sitio y lo estrelló contra la pared cercana al escritorio». 

Página siguiente: 

«Oliver había salido con la intención de encontrar un comprador para el jarrón que se había apropiado hace tres días». 


Por si hay dudas, añado que el jarrón está descrito de forma idéntica en ambas páginas: azul con detalles dorados. Las excusas rebuscadas que pueden encontrarse —había un jarrón parecido oculto en algún lado, por ejemplo— no impedirán que quien lo lea se ofusque durante un rato. Y el texto hace hincapié en que el premio gordo, lo primero que el personaje querría vender, era una estatuilla con forma de un hombre alado. Jamás culpo al autor por esa clase de errores, porque uno es humano y ya se sabe; pero digo yo que alguien debería haberlo visto antes de publicar. 

¿Y sabes qué? A pesar de todo, aunque no te lo creas, la novela acabó enganchándome y la disfruté tanto como la primera vez. Eso sí, tuve que reflexionar bastante los motivos de ello, ya que las numerosas taras me arrinconaban contra un precipicio. ¿Cómo es posible que algo tan nefasto me guste más que, por ejemplo, El elfo oscuro, una trilogía más pulida e interesante? Encontré la respuesta al percatarme de que el concepto base de la novela es uno de mis favoritos: Robin Hood. Los protagonistas de La sombra carmesí, un par de ladrones que operan en la zona más próspera de una ciudad, recuerdan fugazmente al mítico proscrito. Además, tienen un carisma que se sale de lo común: uno de ellos es un noble que vivía sin preocupaciones hasta que se dio cuenta de lo mal que se estaban poniendo las cosas a su alrededor; el otro, un halfling que viste con ostentosidad, alguien pragmático y artero que en el fondo tiene buen corazón.

En la balanza, para hacer de contrapeso a lo negativo, hay que añadir una gran fluidez en la prosa y unos cuantos combates espectaculares, incluso los que no aportan nada. Por ende, no está todo perdido: seguiré recomendando estos libros tras dejar claro que están muy por debajo de las grandes obras del género. Su equivalente en el cine sería una buena mala película.

¡Retruécanos! En algunos momentos esta banda sonora quedaría perfecta:

viernes, 7 de septiembre de 2018

Talismán, el juego de la búsqueda mágica


Siglos atrás, cuando Julio César se atrevió a cruzar el Rubicón, fui muy aficionado a los juegos de mesa. Recuerdo con nostalgia El cetro de Yarek, de Cefa, porque fue el primero que cayó en mis manos. No sé cuántos años tendría yo en aquellos tiempos lejanos y neblinosos, tal vez seis o siete. Lo único que conservo de aquel armatoste, pues el tablero era un enorme barco difícil de guardar si no disponías de espacio, es el cetro. Aún me cuesta creer que lo haya encontrado en el fondo de un cajón, dentro de una vieja bolsa de plástico. Ahí estaba, sobreviviendo a todas las vicisitudes, sempiterno. Pienso seguir conservando esa llave que lleva directamente a mi infancia. 

Más tarde descubrí a Games Workshop; es decir, Heroquest, Warhammer, Cruzada estelar, Necromunda... Eran joyas que ofrecían horas interminables de ocio. Mi grupo de amigos se lo pasaba en grande explorando mazmorras y buscando tesoros. También jugábamos a rol en una época donde no estaba bien visto, pero eso es otra historia. 

El caso es que hay uno que nunca llegué a probar: Talismán. Bueno, tenía El rescate del talismán, basado aquel simpático concurso; pero no es lo mismo, me temo. Talismán, el juego de la búsqueda mágica, va de un grupo de héroes que, lejos de colaborar entre sí, compiten para hacerse con la corona central. Conseguir tal hazaña no es fácil, porque hay multitud de monstruos por el camino y es necesario subir los atributos del personaje. Sin olvidar que tus rivales van a querer hacerte la vida imposible robándote objetos, oro, quitándote vidas o, ¡horror!, convirtiéndote en un inmundo sapo. La vida del aventurero es muy dura.


Como no encontré la versión física por ningún lado, probé la que se vende en Steam, que es idéntica a la original, y a los pocos minutos supe por qué Talismán se sigue jugando hoy con tanto entusiasmo. Para empezar, hay un montonazo de personajes diferentes, cada uno con habilidades propias, y eso hace que debas amoldarte al rol que vas a usar: no tiene sentido que juegues con un ladrón que no aproveche su habilidad de robo, o con un mago que ignore los hechizos; así que las decisiones cambian de uno a otro. Un trol, por ejemplo, debería buscar combatir lo que pueda para subir la fuerza; en cambio, alguien con muchos puntos de destino —se usan para repetir tiradas— empezará yendo a la ciudad para probar suerte: si sale una reducción de fuerza o astucia, los atributos iniciales no pueden disminuir, y si quieren convertirlo en sapo, ahí entra el destino salvador. Todo se resume en saber gestionar el azar, porque si algo sobra en este juego es azar, dados y más dados.

Tanta azarosidad hace que reciba críticas, «¡Esto es un juego de la oca!»; pero asimismo genera interminables situaciones divertidas. Uno de mis momentos favoritos es cuando alguien está a punto de ganar, de ponerse la corona de mando con una sonrisa siniestra, y otro jugador le lanza un hechizo para convertirlo en sapo si sale un seis, lo cual va a suceder irremediablemente. Y si tiene puntos de destino, saldrán dos seises. Así de malvados son los dioses del azar.

Talismán es añejo y se nota; sin embargo, no está mal para echar una partida de vez en cuando con el tablero rodeado de refrescos y aperitivos. A veces no hay nada mejor que la sencillez para divertirse, sobre todo después de haberse pasado unas cuantas horas con un duro wargame hexagonal. Además, las numerosas expansiones alargan bastante la vida del juego. Una de ellas, donde la muerte persigue a los jugadores, da un necesario toque de equilibrio añadiendo más criaturas de clase espiritual; así el trol, por ejemplo, ya no lo tendrá tan fácil como antes porque los fantasmas son su debilidad. Incluso un risueño e inofensivo Casper le daría dolores de cabeza.


El juego no es recomendable para todo el mundo, ya que exige una alta tolerancia a las malas tiradas y a la sensación de poco progreso que se produce a veces: hay turnos en los que, simplemente, no se consigue nada útil o sucede algo anodino, como tener la inmensa fortuna de hallar una mísera moneda de oro... que luego será «prestada» al ladrón.

Respecto a la IA del modo solitario, cumple a duras penas: no sabe aprovechar las situaciones tanto como un humano y tiene algunos fallos. Es desesperante que el mago de turno se convierta en sapo a sí mismo, o que alguien repita una tirada que había sido exitosa. Por lo tanto, lo mejor es jugar partidas contra humanos, al menos de momento; parece que aún siguen mejorando la IA y tal vez en el futuro ambos modos sean igual de divertidos. Yo me lo paso bien en ambos; aunque no tanto como un tal Thulsa Doom, imagino que fan de Conan, con más de cinco mil horas de juego en Steam. Qué locura. ¿Cuántas serán online y cuántas en solitario? Lo que está claro es que algo especial ha de tener este juego, ¿no? 

martes, 24 de julio de 2018

Autocrítica


«Sucede raramente, como un arcoíris doble, o que alguien en internet diga: "¿Sabes qué? Me has convencido, me equivocaba"».  Michael, The Good Place. 

Sí, que alguien pronuncie lo anterior es raro... lo veo y subo a viaje introspectivo, una práctica que debería ejercerse más para no vender una imagen parcial de uno mismo. A Schopenhauer le gustaba mucho un viejo refrán nuestro: «Detrás de la cruz está el diablo». 

Cualquiera que visite mi antiguo blog, La vieja calle del panadero, se encontrará con la palabra «misántropo» en la descripción del perfil. No soy el único que la usó, porque durante un tiempo era un palabro chulo que se puso de moda en ciertos ámbitos. En mi caso, desgraciadamente, no estuvo ahí para aparentar ser el más malote del barrio, sino para describir un rasgo característico, el más pronunciado: fue una psicóloga quien, en mi juventud, me lo dijo medio en broma por primera vez después de varias sesiones. Yo no tenía ni idea de qué significaba; pero me sentí identificado cuando me lo explicó, ya que la mayor parte del tiempo he sido un lobo solitario que recela de todo y de todos, incluso de mí mismo. 

Esa desconfianza me vino bien en alguna ocasión, ya que evitó que me estafasen, verbigracia, las temidas y odiadas editoriales pirata. Ahora me río de ellas de vez en cuando, les envío mi terrible primera novela y colecciono todas las propuestas favorables de edición, a cual más llena de ditirambos. En una de ellas se me compara con Ende, y en otra, con Stephen King..., aunque la novela no tenga nada que ver con el terror. Supongo que hay quien ni se molesta en leer por encima lo que les mandan. 

Nunca tuve problemas con nadie por mostrar esa actitud. Más bien todo lo contrario: recibía gestos de aquiescencia —que cada uno saque aquí sus conclusiones—. Sin embargo, no fui consciente de que, poco a poco, ese lado oscuro fue creciendo, apoderándose de todo lo demás, y dejé de ver humanos a mi alrededor: veía ratas chillonas, un mundo ratonil donde cada uno usa a los demás como un medio para sus fines. Evidentemente, esto es una visión distorsionada de la realidad; sólo era capaz de percibir el lado malo de las personas, no el lado bueno. Es posible que ya te hayas dado cuenta de que escribo en pretérito, y es porque hoy ya no podría poner la palabra «misántropo» para describirme.

Uno no puede vivir en ese estado extremo durante mucho tiempo, debe acabar de una u otra manera. Yo, por suerte, he sido capaz de tocar fondo y volver a subir a la superficie. No del todo, porque después de haber estado abajo, de haber visto lo que hay allí, ya nada es lo mismo; pero es mejor esa opción que otras, las cuales también giraron a mi alrededor. 

Lo malo es que durante esa época, debido a la depresión y a la necesidad de sacar lo peor de quienes me rodeaban para reafirmar esas convicciones desafortunadas, me comporté como un capullo. Ésa fue la primera fase: ser un capullo. La segunda fue darme cuenta de que estaba siendo un capullo, así que tomé la misma decisión que el protagonista de El hombre en el laberinto: aislarme para no contaminar a otros con mi pesadumbre y estupidez. Tras unos años así, encerrado, hallé la salida; pero estaba cerrada. Recuerdo que un día comenté algo de eso en el blog de César Mallorquí, y me contestó que la puerta en realidad siempre está abierta. Tenía razón. 

Alguien podrá pensar que después de esto me he convertido en un santo, o un idealista que cree en quimeras. Por «suerte», aún me quedan el nihilismo y el pesimismo. Y no creo que la misantropía pueda desaparecer del todo... Recordemos que esto es una autocrítica, no una redención. Como penitencia, quizá un día haga un sorprendente acto filantrópico. Una palabra interesante, «filántropo»; aunque no se ve tanto como su antónimo. Debe ser que el odio es más fácil y común, una inmensa ballena blanca henchida de máscaras sonrientes.

Vaya, qué seria ha quedado la entrada. Para compensar, aquí está la mejor intro de Spiderman de todos los tiempos:


Este Spiderman podría acabar con Thanos sin ayuda de nadie.

lunes, 18 de junio de 2018

Las máquinas asesinas de Saberhagen


Después de releer La Odisea —Polifemo tirando piedras siempre es divertido—, me dieron ganas de buscar algo que se alejase del pasado, alguna opereta espacial con un buen argumento, y hallé la magnífica serie Berserker, que está compuesta por un montón de novelas y relatos.  

Uno de mis episodios predilectos de Star Trek es La máquina del juicio final, donde una máquina inmensa con forma de gusano va por ahí zampándose planetas para merendar. Saberhagen usa y exprime una idea parecida: gigantescas fortalezas que, habitadas por todo tipo de máquinas asesinas, pululan por el espacio con el único objetivo de acabar con los vivos. Fueron construidas por una especie desconocida para defenderse... y en cambio sólo consiguió extinguirse antes de dejar todo ese horror metálico como legado. La humanidad, que domina varios planetas, es la que carga con el mayor peso en la guerra contra él, pues sus agradecidos aliados alienígenas no tienen tanta capacidad de lucha. 

El apodo «berserker» le queda como un guante a esas máquinas, porque son armas; no fueron programadas para tener sentimientos, así que combatirán hasta el final. Pueden comunicarse con los humanos, incluso mostrarse amigables hasta cierto punto; pero lo hacen porque quieren investigar nuevos métodos de destrucción. Para ellas la vida es «la mala vida», y lo muerto, «la buena vida». Eso no está abierto a debate.  

Es posible que mientras lees esto te hayas percatado de que hay un elefante en la habitación, uno enorme que ha ido inflándose cada vez más y ahora barrita ensordecedoramente. Ese molesto paquidermo se llama Battlestar Galactica. En efecto, dicha serie tiene la misma base que estos libros, lo cual quizá provoque rechazo en sus numerosos seguidores, hambrientos de desafíos que no recuerden a lo ya conocido. Aunque aún no tuve tiempo de ver todas las aventuras de Adama y compañía, creo que entre ambos universos hay suficientes diferencias y pueden ser visitados sin temor; yo lo estoy haciendo ahora y de momento no hay problema.  

Saberhagen destaca por introducir grandes dosis de acidez en sus pavorosas historias, porque muestra sin reparos la estulticia a la que puede llegar una civilización y sus dirigentes, o el lado más oscuro de un artista en un relato excepcional que se llama Mecenas de las artes. También brilla la atmósfera descarnada que emana de las fortalezas berserker: no es una buena idea dejarse capturar y ser encerrado en una de ellas. La prosa cambia dependiendo de la situación: ritmo vertiginoso en las batallas y riqueza literaria durante las escenas pausadas, estéticas. En general, el autor intenta mantenerse invisible para que la trama se mantenga en primer plano, mantiene a raya su ego; por lo tanto, sus textos son fáciles y adecuados para todo tipo de lector. El punto flaco está en algunas descripciones que se quedan algo cojas por un afán de no interrumpir la acción: «La cosa voladora volvió a atacar».

Los berserker son, en definitiva, muy divertidos. Por desgracia, dudo que aquí se hayan traducido estos libros, salvo la primera recopilación de relatos y alguna novela que he visto por ahí. Ojalá alguien se animase a editarlas todas. Lo malo es que España y la ciencia ficción no se llevan bien, como el gato y el agua. ¿Cambiará eso en el futuro?  

martes, 15 de mayo de 2018

¿El trabajo dignifica? ¿Es positivo?


A un lado del cuadrilátero, vestido con una bata a cuadros y fumando en pipa, Bertrand Russell; al otro, ceñudo y disfrazado de samurái, Tetsuro Watsuji. Ambos ofrecen una visión diferente del deber que tiene un individuo respecto a su comunidad: Russell considera que deberían reducirse las horas laborales y regalar así un valioso tiempo de recreo, amén de generar más puestos; Tetsuro, en cambio, como buen nipón que es, prefiere el sacrificio personal, dar todo lo posible por los demás. Una especie de altruismo kamikaze que le provocaría un montón de sarpullidos a Ayn Rand. 

Mi posición está muy cerca del flemático inglés: la finalidad de un humano no debería ser ir de un lado a otro, moviendo material hasta caer derrengado. Entregar más tiempo de ocio me parece razonable. Empero, no debe olvidarse que el trabajo es un intercambio de servicios, un tiempo que se da a cambio de habitar en ese sitio que Hobbes llamó leviatán. Es imprescindible que alguien tire la basura, o que siegue el césped, o que se encargue de la seguridad; por ende, ¿no crees justo que tú también debas aportar algo? A veces tengo la sensación de que Russell, sobre todo cuando habla de la moral del esclavo, infravalora los trabajos más duros. Quizá me equivoque.

Los humanos son, al mismo tiempo, sociales e individuales; así que ambos aspectos han de satisfacerse sin caer en el exceso. Un pescador no debería ser un pescador —a veces las etiquetas devoran al individuo y lo deshumanizan—, sino alguien que dedica una pequeña parte de su existencia a pescar. Y nadie debería sufrir prejuicios por sus labores, ya que todas tienen relevancia, encajan en el entramado social. He perdido la cuenta de las veces que escuché, por ejemplo, «barrer es un trabajo digno», ¿por qué es necesario señalarlo? ¿Por qué no se dice lo mismo de un abogado, o incluso un político? Tal vez se deba a que el prestigio de una ocupación entronca con la ganancia que dé, lo cual entra dentro de las muchas irracionalidades coetáneas; los presocráticos fueron capaces de pensar dejando los mitos a un lado; hoy el reto es hacer lo propio con lo irracional, que es casi ubicuo.

Por supuesto, pienso que el egoísmo racional de Rand está equivocado: diría que es difícil no servir directa o indirectamente si vives en una civilización. Y dentro de la heterogeneidad humana hay espacio para quienes son felices entregando felicidad a quien lo necesite; el altruismo puede ser una meta tan válida como cualquier otra.

Sobre la pobreza: no es indigno quien no tiene trabajo, sino el sistema que es incapaz de proporcionárselo.

¿Dignifica el trabajo, entonces? Muchos interesados han conseguido enaltecerlo, inculcando la quimera de que es mirífico; pero, como ya mencioné, es sólo un pacto de convivencia para facilitar el día a día. Un exceso del mismo puede generar sujetos que no saben solazarse, que se plantan delante del televisor para que alguien les ponga una mano en el hombro y les señale a dónde deben mirar. ¿Y trabajar es positivo? Para la comunidad sí; para el individuo depende de las circunstancias: si se trata de un medio o un fin; si tiene o no un horario abusivo; si el jefe, en caso de haberlo, es o no un patán... Independientemente de lo que te haya tocado, lo mejor es seguir el consejo que da Charles Bukowsky en Factótum: «No es suficiente con hacer tu trabajo, además tienes que mostrar interés por él, una pasión incluso». 

lunes, 2 de abril de 2018

Las aventuras de Gotrek y Félix


Aunque no suelo acercarme a la fantasía clásica cuando escribo, es uno de los géneros que más me gusta leer: ritmo frenético, duelos apasionantes, diferentes razas, batallas. Por lo tanto, era cuestión de tiempo que acabase leyendo las aventuras de estos dos famosos personajes. Aún recuerdo la primera vez que los vi en mi primer libro del imperio, época donde pensaba en qué ejército de Warhammer podría coleccionar sin dejarme los cuartos, lo cual era una empresa difícil. 

Días atrás, empecé el primer volumen de la serie, Matatrolls. Dejando a un lado que para el autor todo es ominoso, que muchos son aficionados a encogerse de hombros y que siempre hay un hechicero brillante cuando lo necesitas, no está mal. Tiene algunos fallos imperdonables, pero no deja de ser divertido si te van ese tipo de historias. Y como Matatrolls está compuesto por varios relatos en orden cronológico, sería raro que alguno de ellos no te gustase. Ahora bien, unos son indiscutiblemente mejores que otros.

Los dos primeros, Noche de difuntos y Jinetes de lobo, están notablemente ejecutados y le dan al lector lo que busca; aunque éste puede empezar a intuir que la fórmula va a repetirse bastante: viaje, pelea y combate final con villano. Asimismo, puede darse cuenta de que el lacónico enano es un personaje carismático pero limitado: un matador poco va a evolucionar, salvo en las nuevas cicatrices que se vaya haciendo. Félix, por otra parte, sí que ofrece un cambio ostensible a medida que los combates hacen mella en él; el contraste entre los dos —enano que busca redención, morir con honor, y poeta que lo sigue por compromiso— se va diluyendo. Así el cliché se palía un poco, al menos. 

En Tinieblas bajo el mundo se sigue manteniendo el nivel de los dos anteriores. Lo malo es que contiene un par de «casualidades» que lo empañan; en consecuencia, los lectores que le den importancia a esos detalles sufrirán un paro cardíaco. Por suerte, ocurren en medio de un muy buen combate, lo cual le pone un remiendo al asunto. 

No puede decirse lo mismo de La marca de Slaanesh, uno de los peores relatos que he leído nunca. Aquí voy a hacer un destripamiento, lo siento: William King nos pone frente a uno de los antagonistas más odiosos que pueden concebirse, alguien con todos los defectos imaginables, y cuando por fin, tras mucha reflexión superflua y paja a montones, llega el esperadísimo momento en que va a recibir lo suyo... ¡elipsis! ¡No hay final! Advertencia: experimentar esto de primera mano puede provocar un ataque epiléptico que derive en posesión demoníaca. 


Por si fuese poco, uno de los motores principales que hacen funcionar a estas historias, la desabrida y alocada personalidad de Gotrek, es anulado del todo gracias a una pedrada en la cabeza y la consecuente amnesia. ¿Adivinas cómo se la cura?

Sangre y tinieblas está muy por encima del anterior, pero es un relato que se amolda demasiado a la fórmula citada: paseo, lucha mientras suena la banda sonora de Y si no, nos enfadamos, y supervillano. No aporta nada más allá de ello. Hay un asedio soso que intenta dar variedad, eso sí. 

Mi relato preferido, con diferencia, es El señor de los mutantes. La trama esconde una sorpresa que pilla desprevenido al lector... Es cierto que se descubre antes de que King la desvele, pero funciona igual. Además, el malo de turno tiene un matiz cómico que lo diferencia de sus predecesores y le da mayor interés. Y aquí los protagonistas lo van a pasar mal de verdad porque se enfrentan a la terrible magia de Tzeentch, el que cambia las cosas, no es otro huero cruce de aceros. Las primeras miniaturas que compré de Warhammer, cuando tenía unos once años, eran de este dios, y aún es mi favorito.  

Y el último, Los hijos de Ulric, tiene un grave problema: no está Gotrek. Sin él la historia se queda coja porque Félix no da la talla si está solo. Y tampoco lo haría el enano; ambos personajes han sido diseñados para complementarse. Si al menos no hubiese situaciones recicladas del anterior... o el final no fuese, de nuevo, segado sin miramientos... Mal relato, aunque sea mejor que La marca. William King transmite aquí cansancio, como si buscase acabar lo antes posible.

La mayor parte del tiempo fue una lectura divertida, así que ahora probaré con Mataskavens. Me han dicho que no está construida a base de relatos cortos. ¿Habrá cambiado también el esquema? 

domingo, 25 de febrero de 2018

El propio enemigo


Ahora que Star Trek Discovery, una serie amena que bebe mucho del pasado, acaba de emitir su primera temporada, me parece un buen momento para recordar uno de los episodios que más me sorprendieron de la tripulación original; en él se muestra un concepto interesante que aparece alguna que otra vez a lo largo del vastísimo universo trekkie.

Cuando leí la sinopsis de El propio enemigo, justo antes de colocar el disco en el reproductor, cometí el descuido de prejuzgarlo: «Seguro que es el clásico enfrentamiento entre el bien y el mal para que se luzca el primero; es decir, aparece un Kirk malo que intentará asesinar al bueno pero fracasará y morirá. Aplausos. Risas. Spock dice "fascinante" y entran los créditos finales». No tardé mucho en percatarme de mi error, porque el guión tiene una profundidad que no me esperaba, pone al descubierto lo que un humano puede averiguar si se atreve a hacer el temido viaje introspectivo. En mi defensa diré que durante los primeros minutos aparece un perro con un disfraz extremadamente cutre, lo cual hace que sea complicado tomarse en serio lo que sucede. Hay que echarle un poco de imaginación para paliar lo mal que envejeció la serie.

El Kirk negativo, que surge por un fallo en el transportador, no tarda en hacer de las suyas: lucha, bebe, tiene una actitud irracional y hasta intenta violar a la primera que se pone a tiro. Entretanto, el positivo descubre que es incapaz de tomar decisiones, sobre todo si hay otras vidas en juego. Lo que le da fuerza a la trama es que no son dos entidades distintas, autónomas, sino un mismo individuo dividido en bondad y malevolencia. Al principio ambos recelan, combaten —el lado nefario hasta el final—; pero luego no les queda más remedio que fusionarse para formar al auténtico capitán, porque separados tienen una languidez progresiva que podría llevarles a la muerte.

Se usa un argumento similar en La piel del mal, episodio de la nueva generación donde una misteriosa raza abandona su maldad en un planeta. Y si nos vamos a lo último que se ha hecho, un personaje de Star Trek Discovery habla de aceptar nuestro lado umbrío para atenuarlo y seguir adelante. El mensaje, que podría ser asimismo el de Cristal oscuro, dice que no es una buena idea intentar deshacerse de un aspecto que te pertenece, que forma parte de ti. Los humanos de Star Trek lo saben, por eso detrás de sus sonrisas sólo anida sinceridad, despreocupación; comprenden su ambigüedad y la admiten. Siempre he pensado que el Abraxas de Hesse, la versión que usa en Demian, podría ser el perfecto dios de la humanidad, pues en él se mezcla lo que entendemos como el mal y el bien. Baltasar Gracián diría serpiente y paloma.

También se usa esa dualidad en el propio universo trekkie, porque en Mirror, Mirror —acá Espejo, espejito— los protagonistas viajan por primera vez a una dimensión donde los humanos siguieron un camino diferente: imperio, esclavitud, tortura, asesinatos legítimos para ascender. Hay episodios dedicados a dicha dimensión en futuras series, incluida la última.

El propio enemigo. Menudo capítulo. Me gustó tanto que no me sorprendió ver a Richard Matheson en los créditos finales. Imaginaba que el guionista debía tratarse de alguien fuera de lo común. Desde luego, en la serie original pueden hallarse auténticas joyas. Una pena su estética trasnochada, aunque aún tenga cierto encanto que sólo los sesenta pueden transmitir.

lunes, 5 de febrero de 2018

Es una nebulosa



En este relato hay un personaje que, con diferentes formas, suele aparecer en mis historias. Es uno de los más siniestros que pueden usarse. In heaven, everything is fine. 

                                                                                  ***

Ayer se emitió el último capítulo de Aventuras espaciales, una serie que seguí durante años. Pensar en ella me sirve para entretenerme de camino al instituto, o me servía, porque ya no habrá más temporadas, no más capitanes salvando a la humanidad. Como salí más temprano de lo habitual, aún no ha amanecido y las calles están vacías; eso me agrada. Así es fácil imaginarme a mí mismo en la nave, ayudando en el puente: el puesto de científico es genial, aunque el de piloto también tiene su encanto. Creo que voy a echar de menos esa maldita serie. Mierda.

     Nadie, salvo Fran y yo, la ve. Tengo ganas de encontrármelo y charlar sobre el final. Qué final. La verdad es que me gustó una barbaridad, pero habría preferido que la historia continuase. Tenía la costumbre, durante la hora de matemáticas, de dibujar la mejor escena que recordaba del nuevo episodio. ¿Qué haré ahora? ¿Volver a la primera temporada? Imposible. Además, el pasado de esos personajes ya no se siente real porque lo sé de memoria; sé lo que ocurrirá en todo momento. Si pudiese olvidarlo…

      En las escaleras del instituto no está Fran. Es raro porque siempre me espera ahí, fumando y escuchando música. Podría subir al aula, pues la entrada está abierta; pero prefiero sentarme en las escaleras y esperar. Los primeros alumnos aparecen al cabo de unos minutos. De momento no conozco a ninguno porque son de otras clases. El espacio que hay frente a la entrada va llenándose poco a poco de risas, cigarrillos encendidos, inquietudes sobre el siguiente examen. Veo a un pequeño grupo de mi clase que acaba de llegar. Cuando descubren dónde estoy, sonríen y me señalan. Están aún lejos y no tengo idea de qué dirán, ni me importa; yo decido subir al aula. ¿Qué habrá pasado con Fran? ¿Llegará tarde? ¿Estará enfermo?

      Mientras entro en el aula y me siento en la mesa, escucho la sirena de entrada; un sonido desagradable que odio profundamente. Por suerte, los primeros en sentarse cerca de mí son empollones que sólo se preocupan por repasar y repasar; sacan sus libros y agachan la cabeza, murmurando. El grupo de los graciosos es diferente, más molesto; aunque suele entrar justo un segundo antes de que comience la clase.

      Miro el reloj de pared hasta que dan las ocho en punto. Es la hora y la mesa de Fran aún sigue vacía. Supongo que estará enfermo, o puede que no le apeteciese dar las mates de hoy. Los alumnos recorren el aula, se tiran bolas de papel y ríen; una de ellas me da en el brazo, pero prefiero pasar de todo y seguir tranquilo. El profesor no acaba de venir, lo cual me pone nervioso; su presencia calma al instante a todos. Empiezo a sentir un repiqueteo en mi nuca: una cerbatana de mis colegas, quizá dos. No me importa. Con el tiempo he aprendido a ignorarlo, encerrarme en mí mismo.

      Observo, por el rabillo del ojo, a uno de ellos acercarse como un ninja, tijeras en mano; apuesto a que quiere cortarme la otra correa de la mochila. Tuvo que retirarse cuando entró, al fin, el profesor. Pero… algo no va bien. Froto mis ojos porque algo de verdad que no va bien: creo que el profesor lleva el uniforme de los aventureros espaciales. Sí, lo trae puesto, no hay duda. ¿Será también un fan de la serie? Aun así… ¿no debería darle vergüenza venir con eso a dar lecciones? Los adultos suelen preocuparse por mantener intacta su reputación.

      Mis compañeros no parecen darse cuenta de nada, así que dejo de darle importancia tras unos minutos; sólo es una camisa azul con un par de símbolos, sólo eso. Con todo, voy a preguntarle sobre ella cuando termine de enseñar. Y entretanto, como las mates me aburren, pasaré de escucharle. El tiempo va muy rápido si te dejas llevar por la imaginación.

    Cuando acabó la hora, había llenado de garabatos una hoja casi sin darme cuenta. Me levanto deprisa porque el profesor está a punto de marcharse, lo cual provoca algunas risitas. Le pregunto, en voz baja, por qué va con ese uniforme puesto; pero se queda mirándome un rato y luego ordena que vuelva a mi sitio. Supongo que no tiene interés en hablar con un alumno insignificante.

      Alguien colocó un par de chinchetas en mi asiento, la clásica broma; sin embargo, soy lo bastante precavido para no caer en ella. Siempre lo soy. Escucho, tras apartarlas, un suspiro de frustración. Lástima. Quizá un día me siente encima y chille, y así, con suerte, dejará de ponerlas. También han dibujado una esvástica en mi libro de historia, su cubierta. Tendré que borrarla después; no me gustaría que la profesora viese eso, ya que es la única vieja que me agrada. Es gracioso cada vez que se emociona mientras explica la segunda guerra mundial, alzando la voz y apuñalando la pizarra con la tiza para dejar remarcadas las batallas. Seguro que su antepasado fue Patton.

      En cuanto entra en el aula, los ruidos disminuyen. Yo alzo la vista y veo, incrédulo, otro uniforme de Aventuras espaciales. Esta vez es uno de almirante, nada menos, y con todos los complementos, pistola láser incluida. Es genial ver cómo brilla con la luz de los fluorescentes, pues parece que hoy será uno de esos días negros y tormentosos. Me quedo esperando la lógica reacción de mis compañeros, pero nadie le da importancia y ella comienza a dibujar el mapa de Europa en la pizarra; toca el frente del este, divisiones acorazadas avanzando, implacables, sobre un país que pronto se llena de flechas y cicatrices. Después de explicar esa parte se sienta en su mesa, agotada. Y justo en ese instante alguien de atrás se levanta y me pega un chicle en el pelo, llamándome por mi nuevo nombre, el que usaron a los pocos días de conocerme. La profesora lo ve y nos indica que vayamos a su mesa. Dice que somos un desastre y que le hagamos una visita al director, o eso creo, porque me distrae el uniforme que lleva, no puedo dejar de mirarlo.

      Mi «colega» y yo salimos al pasillo; pero no es un pasillo de instituto, sino un corredor de nave espacial. Como me quedo embobado, me toca el brazo para despertarme. Ahora él también lleva uniforme, uno de ingeniería, y dice que no tarde en ir al camarote del capitán, que va a adelantarse para explicarle no sé qué. Yo sonrío y asiento. Cuando se va, me doy cuenta de algo fabuloso: lo tengo puesto, lo tengo puesto y es de oficial, ya no soy el alumno insignificante. El deseo que tenía desde hace años se ha cumplido. Lo ha hecho y no voy a cuestionarlo. No lo haré. No.

      Palpo mi cadera para comprobar si llevo la pistola láser. Sí, ahí está. Voy directo al aseo, o donde antes estaba el aseo, para mirarme en un espejo. Por desgracia, ha sido sustituido por una sala de cultivos hidropónicos. Ni rastro de espejos. Una chica que comprueba datos en una computadora me sonríe y pregunta qué hago allí, pues debería acudir a la llamada del capitán. ¡El capitán! Me despido de ella y salgo pitando hacia el turboascensor. Éste sólo tarda unos pocos segundos en llevarme hasta mi destino.

      Encuentro al capitán charlando animadamente con mi compañero, y ambos se interrumpen para saludarme. En cuanto pregunto qué sucede, me felicita por mi buena actitud durante los momentos de crisis. Luego se levanta y me da una palmada en el hombro, lo cual me produce una sensación reconfortante porque es la primera vez que alguien me lo hace. Mi compañero tiende la mano y pide disculpas: se dejó llevar por los nervios. Es normal, cualquiera podría ponerse histérico en medio de un combate. No todos los días somos abordados por una especie peligrosa de criaturas insectoides. Por supuesto, acepto sus disculpas y el asunto termina sin que quede ningún rastro de rencor. Faltaría más.

      El capitán me ordena que tome un descanso, así que decido dar una vuelta por la nave. Mientras voy al puente, pienso en Fran y en todo lo que se va a perder. Ojalá estuviese aquí.

      En el puente hay una luminosidad tenue que indica horario nocturno, y dos miembros de la tripulación, la piloto y el encargado de comunicaciones, están concentrados en lo suyo: ella mantiene el rumbo hacia un planeta amistoso donde haremos reparaciones, y él intenta descifrar el extraño lenguaje de las criaturas que nos abordaron. Ambos tienen cerca tazas de café humeante, lo cual me intriga porque no se permiten tomar bebidas en este lugar. Cuando se dan cuenta de mi presencia, me miran con algo de desconcierto y yo me siento como un intruso. La piloto pregunta por qué no seguí la orden del capitán. Respondo que sólo doy una vuelta y no tardaré en echarme un rato. Todos parecen saber la orden que debo cumplir; debe ser que el capitán, preocupado por mí, me vigila a través de los demás. Menudo fastidio. Advierto miradas de inquietud antes de salir del puente. Pamplinas: ni que tuviese alguna enfermedad grave, o algo por el estilo.

      Tomo de nuevo el turboascensor y le indico que vaya a la primera sección, pues tengo ganas de ver el célebre observatorio que hay en ella. En ese sitio tuvo lugar el primer contacto con una especie alienígena, y también mataron ahí al médico. Pobre tipo: no pudo escoger un peor momento para admirar las estrellas. Aún recuerdo cuando aquel misterioso ente le obligó a dispararse en la cabeza.

      Paso ante la sala de recreo. No puedo probarla, ya que hay un grupo de jóvenes cadetes jugando al balón. Deberían cancelar sus prácticas y devolverlos a la academia, porque vaya desperdicio: yo la usaría para echar una partida al ajedrez con Lasker, o para tener una interesante charla con Descartes. Cualquier personaje histórico está registrado y tiene varios programas que lo recrean con exactitud.

      El observatorio es tal como lo recuerdo, centímetro a centímetro. Una inmensa ventana ovalada que ha mostrado multitud de maravillas. Aunque…, no, no es tal como lo recuerdo porque ahora hay una ancha línea de color ceniza ante él. Salvo ese detalle, el resto es igual. Dejo de lado esa nimiedad y me acerco a las estrellas. Me acompaña la chica que había visto antes, en la sala de cultivos hidropónicos; está de espaldas y se gira cuando me aproximo. Pensé que se asustaría, pero me guiña un ojo y sonríe. Luego hace una seña para que me acerque. Me pongo nervioso porque las chicas se me dan mal; es decir, me asustan. Soy tímido, supongo. Además me parece guapa y eso empeora las cosas. No sé explicar el motivo, pero esa chica me fascina demasiado. Es raro porque acabo de conocerla.

      Tras acercarme, señala una hermosa mezcla de colores en el espacio. Sé cómo se llama, lo juro, lo tengo en la punta de la lengua; pero no logro recordarlo. Pregunto qué es y ella responde que se trata de una nebulosa. Luego me coge la mano, lo cual hace que tiemble un poco; espero que no se dé cuenta. Noto que la suya es muy fría y pálida, tanto que me recuerda al hielo. Su cabello, en cambio, es negro; negro de una manera especial, como si fuese oscuridad. Aun así, eso no le quita nada a su belleza. Vuelve a sonreírme y logra tranquilizarme por completo.

      Entonces me doy cuenta de algo inquietante: la nebulosa, de repente, avanza hacia nosotros a una velocidad tremenda. No es posible, porque ninguna nave puede ir con esa rapidez sin usar desplazamiento por curvatura. Iba a decírselo a la chica; pero ella me pone un dedo en la boca para silenciarme, luego acaricia mi nuca y vuelve a señalar la nebulosa, una mezcla de azul y ámbar que ahora tiene dos brillantes focos horizontales, redondos y claros. Tengo la sospecha de que soy feliz por primera vez en mucho tiempo, si es que lo fui antes alguna vez; así que espero con impaciencia. Deseo ver más de cerca ese fenómeno del universo. 

jueves, 4 de enero de 2018

Rogue, donde todo empezó


Uno de los mayores méritos que puede atribuirse a un autor es la creación de un género. Allan Poe, verbigracia, le dio vida al primer detective literario, el cual sirvió luego para inspirar a un tal Conan Doyle. Es cierto que la fama, en estos días, se la ha quedado Holmes; pero este personaje quizá no hubiese nacido sin los primeros pasos de su «padre». Rogue, por su parte, es el padre de los roguelike —palabro que quiere decir «como el Rogue»—, porque se trata, nada menos, del primer título en usar una genial y divertidísima mezcla de ideas: mazmorras, muerte permanente, azar, turnos, experiencia y enemigos muy puñeteros variados. 

Aunque la primera versión era en código ASCII, arrobas combatiendo contra letras, con el tiempo han ido apareciendo otras con gráficos. Puedes descargar una aquí mismo. Algunos son defensores a ultranza del código ASCII... Eso se debe, imagino, a la nostalgia. Yo prefiero que tenga imágenes.

Qué gráficos. Esto no lo mueve un i9

El juego consiste en descender un nivel tras otro hasta llegar al veintiséis. Después, si los difíciles enemigos de los últimos pisos nos dejan, debe robarse el amuleto de Yendor y regresar con él al exterior. ¿Suena complicado? Pues es más complicado de lo que parece; jamás conseguí poner un pie en el último piso. Estuve cerca, pero me acorralaron sin misericordia. De todos modos, aún no perdí la esperanza de acabar con el dragón algún día y largarme con el premio gordo.

Rogue es tan divertido que todavía hoy puede jugarse sin problema, y ha sido una gran inspiración para multitud de juegos. Algunos de éstos, los primeros, usan los mismos conceptos de su predecesor y aumentan el contenido; o sea, añaden elementos que pueden encontrarse en la mazmorra, como altares, cofres o fuentes, y una mayor variedad de enemigos. También, a veces, se juega en un mapa exterior que contiene varias mazmorras para explorar. Diría que los máximos exponentes del género, los que más se han desarrollado, son el ADOM y el Nethack. Ambos son dos títulos que pueden dar innumerables horas de diversión. Tengo entendido que Terry Pratchett era fan del segundo.

Por supuesto, no me olvido de Tales of Maj'Eyal; pero éste adolece de encontrarse un poco influenciado por los ARPG. Aunque es un juego espectacular, ha perdido una parte del sabor clásico en aras de ofrecer más dinamismo. Juegos como el Diablo, por cierto, beben del Rogue. Y los Dark Souls. Otro título que hace lo propio, a pesar de tomarse muchas licencias, es el conspicuo y escatológico Binding of Isaac. Su creador no se esperaba el éxito que iba a tener, así que debió alucinar cuando las ventas empezaron a incrementarse exponencialmente, demostrando que la fórmula primigenia aún puede dar frutos si se usa con ingenio. Podría seguir poniendo ejemplos durante horas, como el reciente y genial juego de cartas Slay the Spire, o el añoso Dungeon Hack; larga es la sombra del Rogue. 

Una pregunta que suelen hacerme cuando hablo de este género es por dónde empezar, cuál es el roguelike más compasivo para un profano. Dentro de los clásicos, que aparecen en la imagen de abajo, recomiendo el original porque tiene menos detalles que sus hijos y los comandos son similares. Pero cuidado: la curva de aprendizaje es alta y no será raro morir mucho al principio. Otra opción podría ser el ADOM, ya que han mejorado su interfaz para que resulte más llevadero. Puedes ver un buen tutorial en YouTube. Si lo clásico es demasiado, Darkest Dungeon es un título interesante e intuitivo. No es un rogue acendrado, pero tiene varios de sus elementos y sus gráficos son muy bonicos

Moraleja: las buenas ideas son bastante longevas. Lástima que no siempre se vean apoyadas como se merecen.