viernes, 22 de marzo de 2019

El superviviente


Conservo unos cuantos libros de mi bisabuelo, reliquias de los felices años veinte, y aún pueden leerse sin problemas: las tapas están deslustradas y las hojas, amarillentas; pero los textos se mantienen en perfectas condiciones. Lástima que todo se encuentre en alemán, porque no entiendo prácticamente nada. 

Uno de esos vetustos ejemplares llama mi atención más que el resto. Es religioso, supongo que un breviario, y ha sido editado a finales del siglo diecinueve; el diecinueve, nada menos. Resulta estremecedor tenerlo en las manos mientras imaginas dónde estaría durante las dos guerras mundiales..., ¿oculto en algún cajón? ¿Guardado en una mochila militar? El caso es que se trata de un objeto que ha sido capaz de sobrevivir a esos acontecimientos convulsos.

Si fuese capaz de hablar, diría, con la voz de Elrond, que estuvo ahí cuando ingleses y alemanes decidieron hacer una tregua en navidad, o cuando los aliados desembarcaron en Normandía. Poco le importa que entre uno y otro hecho hayan pasado tres décadas, porque sigue vivo y coleando, y lo que le queda; seguro que aguantará unos cuantos siglos si nadie decide arrojarlo a la basura. Ése, entre otros, es un motivo que me hace ver al libro como uno de los mejores inventos de la humanidad, incluso después de los avances tecnológicos actuales. 

No eran pocos los que preveían su desaparición: «Ahora que ha llegado el todopoderoso libro electrónico, poco le queda al arcaico papel». Yo mismo tengo uno de esos neolibros, ahíto de archivos; pero no veo ese supuesto declive por ningún lado. Además, sigo prefiriendo el papel si quiero hacer una consulta veloz, que da bastante pereza marcar las páginas en un buscador lentorro.

Alguien me dijo recientemente que todo es efímero, hipérbole que señala, imagino, al hipersónico sistema de consumo coetáneo, donde es importantísimo tener el último modelo de móvil y seguir modas hueras. Los libros son perros verdes en un entorno así, incluso los de mala calidad, ya que nos acompañan a lo largo de toda nuestra vida. Por si fuese poco, jamás se cuelgan o llenan de virus; la información siempre estará disponible. Puedes destruirlos, claro; aunque no es fácil: te reto a dejar caer un libro electrónico desde una altura considerable, a ver si aguanta lo mismo que el papel.

¡Retruécanos! Si hasta los que compré de crío —aventuras de Holmes, Stephen King...— siguen en la estantería, recordándome el pasado. La primera vez que me hice con uno de King, It, la librera me escrutó con recelo. ¿Se plantearía impedirme esa adquisición? Pienso en ello cada vez que le echo un vistazo a la arrugada cubierta roja, donde aparece una imagen de Tim Curry como Pennywise.

Apuesto a que el libro clásico seguirá existiendo en un futuro muy, muy lejano. No hay motivo para que desaparezca aun si se halla un buen sustituto, porque puede servir para aquellas pocas obras que de verdad merecen la pena, como la guía de supervivencia zombi. Y los capitanes del espacio tendrán que decorar con algo sus camarotes... 

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