viernes, 23 de noviembre de 2018

La cárcel dentro de la cárcel


Encontré, mientras paseaba por una librería, el homenaje habitual que se le hace a los autores de verdadero talento cuando fallecen: una enorme y rutilante efigie de Domingo Santos presidiendo montones de sus libros, reeditados en honor a su memoria. Incluso había un androide gaitero con kilt que tocaba una marcha fúnebre. Los compradores, atraídos por la música, acudían en masa para adquirir esa droga llamada ciencia ficción, el género más exitoso de España. 

Afortunadamente, pude conseguir el último ejemplar de La cárcel de acero y huir ileso de aquel caos; así que puedo reseñarla en este blog.

El argumento es sencillo: como la guerra va a destruir el planeta, es menester elegir a un grupo de humanos para que huyan en una nave y colonicen otro. El viaje es largo, lo suficiente para que los padres vean crecer a sus hijos; así que un par de personas deben encargarse de velar por la integridad mental de los tripulantes, pues estar en el espacio durante mucho tiempo puede tener consecuencias psicológicas graves.

Por supuesto, aquí debe introducirse una trama interesante, nadie quiere leer una historia sobre humanos que viajen sin que les pase nada y les vaya todo de maravilla. Los psicólogos no tardan en verse desbordados ante algo sorprendente: religión. A partir del capitán, un tipo imaginativo y dispuesto a creerse aquello que inventa, empieza a propagarse la idea de que son un pueblo castigado por Dios y deben vivir según unos dogmas estrictos. El tercer recinto, donde está la biblioteca, las armas y todo lo que podría reventar los cimientos de la fe, queda prohibido; cualquiera que se atreva a poner un pie en él será condenado a morir.

Sólo le pondría un pero a la novela: me resulta inverosímil que una religión extrema cale tan rápido entre un grupo de humanos de elevada cultura, los cuales se convierten en auténticos fanáticos. Aun si tenemos en cuenta el impacto mental que causa el largo viaje en la «cárcel de acero», el número de creyentes crece a una velocidad difícil de asimilar; habría preferido que fuesen generaciones futuras las que adoptasen esas limitaciones, no los primeros que entraron en la nave. Dicho esto, me alegra que varios escritores hayan sido conscientes de que la religión puede surgir donde menos se la espera. Recuerdo que Silverberg hasta se atrevió a darle una a las máquinas.

Salvo esa debatible tara anterior, lo demás me parece excelente. La estructura, que es lineal, tiene acertadas elipsis y buen ritmo. Eso hace que la lectura sea ágil y resulte sencillo adentrarse en la historia. La personalidad de los personajes, muy marcada porque se divide entre fanáticos y escépticos, encaja perfectamente en el contexto y no cae en el maniqueísmo. La mayoría de las descripciones son breves pero eficaces; Domingo Santos describe a los personajes con pocas pinceladas bien escogidas y da los detalles justos de la nave para que el lector se la imagine con precisión. Por último, el mensaje subyacente es intemporal: un grupo de humanos acorralado por su propio sistema, que es la verdadera cárcel. Todo está, en suma, muy bien construido.

¿Conseguiré más ejemplares de este celebérrimo autor? ¿Podré abrirme camino entre las abrumadoras hordas de fanáticos? Ya veremos. En mi próxima visita a la librería iré armado con lanzallamas, como el prota de La Cosa, y pertrechado con unas cuantas granadas aturdidoras. 

domingo, 11 de noviembre de 2018

Muerte e inmortalidad


Una vez escuché, probablemente en un debate televisivo, una frase de Montaigne: «Filosofar es aprender a morir». Y otra persona respondió, irradiando llamas, que eso ni de broma, que filosofar es aprender a vivir. Comprendo el enojo ante una postura que parece pesimista; pero lo cierto es que la muerte nos acompaña durante todo el trayecto porque puede presentarse de improviso. Es un error pensar que sólo está al final del camino, saludándonos con la mano mientras se toma un refresco, o peor aún: ignorarla por completo. A ella le da igual que mires para otro lado; seguirá ahí y a veces se hará notar. 

Su compañía es la que, en muchos casos, define nuestra forma de afrontar la realidad. El reloj de arena no es eterno; así que sirve de pulsión para realizar todo tipo de empresas, le da un valor inestimable al tiempo de cada individuo. Borges no se cortó un pelo cuando retrató a los inmortales como trogloditas, criaturas que ya no le dan importancia a la vida y se dedican a ser meras espectadoras. Aunque la inmortalidad tiene ventajas innegables, no podemos saber a ciencia cierta cómo se comportaría un humano que ha perdido de vista a la guadaña. Eso entra dentro del terreno especulativo. Al menos por ahora. 

Antes de adentrarme en el impacto que tienen las religiones sobre la muerte, expondré lo que pienso de ellas para despejar dudas y satisfacer curiosidades. Una vez escribí en este blog una extensa entrada sobre el tema, pero no aclaré con exactitud en qué creo yo. Bueno, pues mi dios es Moloch y sacrifico... —broma—. Realmente, considero que el conocimiento divino es inaccesible; ergo, todas las religiones son para mí fantasías porque han tenido acceso a dicho conocimiento. Fácil, ¿no? Apartados todos esos mitos, me limito a aceptar que no sé qué es en realidad este tinglado tan enorme; es decir, dejo el tema en suspensión —epojé—. Entiendo y respeto cualquiera de las tres posturas clásicas: creencia, agnosticismo y ateísmo. Si no hay fanáticos de por medio, es posible dialogar.

El pensamiento más habitual es el de que la religión sirve, sobre todo, para atenuar el miedo que produce la inexorable muerte, lo cual es cierto; sin embargo, cumple una función mucho más importante: le da un sentido a la existencia. De repente, lo que hagas servirá para un fin, una prueba que deberás superar. Además, añade un concepto extremo de justicia, porque al dios omnisciente no se le escapa nada. De poco te servirá ser tenido por un santo si luego haces maldades en la intimidad, como beber leche directamente del cartón, o chuparte un dedo para pasar las páginas de un libro. Eso último es peor que la traición y te llevará directo al noveno círculo del infierno. 

Concretemos: las religiones dan un sentido, un madero para mantenerse a flote sobre el absurdo. Pero ¿y si alguien no cree en ninguna? Pues podrá agarrarse a otra cosa, deberá hallar un sentido por sí mismo. Éste puede ser la danza, la música, el dibujo, servir en el imperio galáctico... Hay bastante donde escoger. Por supuesto, el determinismo social limitará esas opciones; alguien que nazca en una tribu indígena tendrá pocas posibilidades de llegar a ser magistrado. Lo principal es que siempre habrá varios caminos. Recordemos a Sartre y su «existencia-esencia». El proyecto personal nunca dejará de tener interés, y la muerte será quien te anime desde las gradas con un matasuegras, una peluca y un bombo.

El embrollo lo sufren aquí los inmortales. A primera vista, parece que tener toda la eternidad ante ti se trata de algo fenomenal. Pero piénsalo por un momento. Cuando tienes hambre, la perspectiva de hincharte a zampar es halagüeña; cuando ya lo has hecho y el abdomen amenaza con reventar, esa perspectiva ya no produce la misma sensación, ¿verdad? Imagina tener disponibles miríadas de siglos para hacer lo que quieras. ¿No comenzarás a posponer y perder interés? ¿No llegará un momento en el que lo hayas hecho todo? ¿Dónde estará el sentido, entonces? Tal vez la vida deje de tenerlo y te abandones a la contemplación perpetua, igual que los trogloditas de Borges. Lo raro, si eres uno de ellos, no es escribir El Quijote; lo raro es no haberlo hecho. ¿Están los humanos preparados para la inmortalidad? ¿Qué consecuencias tendría en el ámbito social?

¿Un humano inmortal sigue siendo humano?

Para terminar, recomiendo las reflexiones de Todd May sobre este tema tan interesante. Todo lo que he escrito aquí es una migaja de lo que aparece en su obra.