domingo, 12 de febrero de 2023

El país de las pesadillas

 

No suelo soñar nada. Para mí dormir es el equivalente a desaparecer durante un rato, lo cual me resulta agradable. Supongo que habrá a quien no le guste esa perspectiva, pero yo lo prefiero así: cuando era pequeño, debía lidiar con un pasmoso número de pesadillas. Eran tantas que odiaba la idea de irme a la cama. 

Una de las primeras que me vienen a la memoria comienza en el patio del colegio. Caminaba tranquilamente hasta que un depredador —el de la peli protagonizada por Arnold— surgía del suelo y empezaba a cargarse todo lo que pillase. Es un concepto que ahora me resulta un tanto ridículo. Quizá fue el resultado de ver una peli inadecuada para una edad tan temprana, porque algunas escenas son duras. Lo bueno es que fue un sueño breve. 

La mayoría de las pesadillas sucedían en mi casa: despierto en mi cuarto y todo está en una asfixiante penumbra. Al salir, veo que el pasillo principal tiene una débil iluminación; pero hay una oscuridad impenetrable en las habitaciones. Como los interruptores no funcionan, decido quedarme en el pasillo y esperar, ya que soy consciente de que estoy soñando. No pasa mucho tiempo hasta que una fuerza invisible me empuja lentamente hacia la habitación más cercana, y una vez dentro algo me agarra las extremidades con fuerza hasta que me hace despertar. Aquí se cumple aquello de que se teme más lo que no puede verse, lo ignoto. 

En otras ocasiones, había una tenue iluminación en toda la casa; pero percibía una entidad maligna que me buscaba. Cuando lograba cazarme, descubría que se trataba de una criatura oscura y lovecraftiana. Luego despertaba de inmediato. Me di cuenta, con el tiempo, de que siempre despertaba cuando sufría daño dentro del sueño, y eso me llevó a usar una estrategia infalible que me libró de muchísimas pesadillas: la autodefenestración, es decir, tirarme por la primera ventana que encontrase. No fallaba, sólo tenía que abrir la ventana y arrojarme al vacío. Conseguía despertarme incluso antes de tocar el suelo. De repente, poseía un gran método para no temer a la noche. 

Sin embargo, mi subconsciente no me lo iba a poner fácil; así que las ventanas pasaron a estar tapiadas. Un muro de ladrillo impedía mi intento de escapatoria. Y la criatura volvió a darme caza de nuevo. 

Las pesadillas fueron cesando con el tiempo, pero aún tengo alguna muy de vez en cuando. Dos o tres al año, más o menos. Y son, por supuesto, mucho más temibles que aquellas fantasías de la infancia. Ojalá se me diese bien la pintura para inmortalizar tamaño horror. 

Pondré un par de ejemplos: en el primero, avanzo por un desfiladero para llegar a un enorme templo blanco. Dentro, gigantescos bebés antropófagos gatean alrededor de una fuente de la que mana sangre. Y en el segundo, floto sobre un océano lleno de megalodones. El paraíso para cualquiera que tenga talasofobia. Imagino que ahora comprendes por qué me resulta agradable la idea de no soñar nada.