Arrastrando una espada entre un entramado de yurtas, la
joven Sarangerel se dirigía a su rincón preferido: una solitaria laguna rodeada
de colinas. Acababa de finalizar el entrenamiento y ver, una vez más, decepción
en los ojos de su padre; como era el mejor luchador de la tribu, le exigía que
se esforzase al máximo, que siguiese aun con los dedos entumecidos, y a ella siempre le
abandonaban las fuerzas; se quedaba tendida en el suelo, resollando. Por si fuese poco, guardaba la certeza de que no había
nacido para combatir. Ni siquiera fue capaz de derrotar a Bolormaa, una chica
presuntuosa que la retó ante sus amigas incondicionales.
Tampoco sabía
montar a caballo con la misma naturalidad que sus compañeras de caza, y sus
disparos con el arco dejaban bastante que desear. Si al menos notase algún
progreso, algo, cualquier cosa; pero se veía a sí misma igual que una roca:
inamovible, estancada… inútil. Los años pasaban a toda velocidad, erosionando anhelos que la visitaban cuando soñaba; anhelos de honor, gloria, combates
contra el mal que moraba en el interior de las montañas. Se rumoreaba que sólo
un grupo de elegidos, guerreros legendarios, sería capaz de atravesar la
oscuridad y plantarle cara a los muchos ojos brillantes que se refugian en las cavernas.
Sarangerel cogió
una piedrecilla y la arrojó a la laguna. Al hacerlo, notó una punzada de dolor
en la muñeca.
—Vaya —masculló
mientras se la frotaba.
—Eso no debería
dolerte —dijo una voz tras ella. Era Ogodei, el único muchacho que se molestaba
en hablarle.
—¿Qué haces
aquí? —preguntó simulando no sentir nada.
—Daba un paseo. —Se
sentó al lado de la chica, dejando su arco corto cerca, al alcance de la mano—.
Me gustan los paseos. ¿Tanto te duele arrojar una piedra?
—No es asunto
tuyo. Preferiría estar sola, si no te importa.
—Comprendo:
necesitas pensar en lo mal que te va con el combate y la caza. Eres una
vergüenza para todos nosotros.
Gruñendo,
Sarangelel le lanzó un puñetazo, pero éste fue eludido con facilidad.
—Así nunca me
rozarás —dijo Ogodei—; tu padre está loco cansándote tanto.
—Mi padre sabe
lo que se hace. Yo soy la culpable de sus penas. Creo… creo que estaría mejor
muerta. A veces pienso en meterme en ese agua y quedarme dentro; quizá los
dioses me tengan reservado algo mejor.
Ogodei se
levantó bruscamente. En su rostro podía leerse un intenso mensaje de ira.
—Puedes, si
tienes el valor necesario, saber qué quieren de ti los dioses; mi abuela te lo
dirá.
La abuela de
Ogodei era una anciana hechicera que gozaba del favor divino. Incluso el jefe
le pedía consejo antes de cada escaramuza.
—¿Una
predicción? Seguro que no querrá otorgarme semejante honor.
—Tú no la
conoces. Ven conmigo.
Se dirigieron a
la tienda de la hechicera, que por fuera estaba llena de extraños abalorios y
fetiches con diferentes formas de aves. En el interior, rodeada de volutas de
humo, una anciana meditaba en la posición del loto. Varias pulseras cubrían sus
enjutos brazos de cuero arrugado, y un enorme collar de huesos le tapaba el
marchito pecho desnudo. Sarangelel nunca la había visto tan de cerca, y tuvo la
impresión de que debía tener mil años. Se sentó enfrente de ella, en la misma
postura, sin pronunciar palabra. Ogodei hizo lo propio. Ambos sabían que, para
mostrar la deferencia debida, era necesario esperar a que ella hablase primero;
lo contrario significaba interrumpir esa importante meditación.
Después de un
rato, la hechicera habló con una voz grave, cascada, la voz que causaba fervor
en toda la tribu.
—El desánimo que
te aflige, Sarangerel, forjará tu carácter en el futuro: la adversidad nos hace
fuertes. Sin embargo… sí; te entregaré lo que buscas, porque tus pensamientos
son demasiado tormentosos. ¿Estás preparada? ¿De verdad quieres saberlo? Tal
vez descubras algo que no te agrade; tal
vez debas ahogarte en esa laguna.
—¡Abuela! —exclamó
Ogodei—, ¿por qué dices eso?
—¿Lo harás o no?
—preguntó la hechicera ignorando a su nieto.
—Sí, no tengo
nada que perder.
—Entonces acércate.
Sarangerel se
colocó a su lado, y la anciana le puso ambas manos sobre la faz, tapándole su
visión…
Una negrura
absoluta fue cediendo lentamente a la luminosidad mortecina que generaba un
objeto cúbico. Sarangelel tuvo la sensación de estar soñando, uno de esos
sueños donde se ejerce de mero espectador. Poco a poco, al tiempo que se
aproximaba a la luz, percibió varias siluetas y escuchó murmullos que iban
creciendo, convirtiéndose en palabras altas y claras.
—…por lo tanto —dijo
un vozarrón—, deberías hacer algo con estas condenadas tinieblas. Voy a
terminar cayéndome ahí abajo, y no puedo nadar si llevo la armadura.
—Claro, amigo —contestó
alguien con palabras trémulas y atipladas—, apartemos las tinieblas para llamar
la atención de lo que sea que more aquí. Muy sabio por tu parte. También
podríamos dar un festejo.
—¿Acaso no hemos
venido precisamente con la intención de acabar con lo que sea que more aquí? ¿Eh, «amigo»? ¿Eh?
—Tú lo has
querido.
Cientos de llamas flotantes se encendieron al unísono a lo largo de una ancha e inmensa bóveda.
Emitían un curioso fuego azulado, el mismo que podía hallarse en la tienda de
la hechicera durante las noches. Tanta luz deslumbró a Sarangelel, pero logró
habituarse y percibirlo todo con claridad. Su sorpresa fue mayúscula:
acompañada por dos hombres y un curioso goblin de mirada roja, estaba ella.
Tenía varios años más y una longa cicatriz en el brazo. También notó otro
cambio más profundo: la actitud. Esa Sarangelel se movía con decisión, sin
miedo, afrontando el riesgo igual que sus, aparentemente, poderosos compañeros.
—Ya era hora,
Zelek. Malditos magos, siempre reservándose los mejores trucos —dijo el
vozarrón de antes. Se trataba de un caballero equipado con una reluciente armadura
de placas. De su rostro atezado crecía una barba que le llegaba a la cintura—.
Que vengan esos monstruos si se atreven, porque impartiré justicia con mi
espada.
A su lado,
sosteniendo un báculo en cuya punta rutilaba aquel objeto cúbico, había un pálido
hombre enjuto que usaba túnica.
—Me gustará
verlo —dijo—, porque esto los va a atraer como insectos, seguro que sí.
El goblin, cuyo oscuro
atuendo le hacía parecer una sombra, desenfundó sus dagas emponzoñadas y avanzó
a toda velocidad.
—Supongo que
habrá visto algo —dijo el caballero—. Yo no puedo seguirlo si corre así,
el condenado.
En esos
momentos, el grupo avanzaba por un puente angosto que cruzaba un lago subterráneo, y el caballero, con su voluminosa armadura, lo estaba pasando
realmente mal.
Sarangelel se
adelantó.
—Yo le sigo —dijo—,
creo que soy capaz de alcanzarle.
Mientras corría
sobre las tablas bamboleantes, Sarangelel quedó deslumbrada por las enormes
estatuas que los moradores originales habían esculpido en ese lugar; éstas
representaban antiguos dioses olvidados, humanos con cabezas de animal, y
bordeaban un islote redondo. Al final del camino, que acababa en ese islote, el
goblin husmeaba y gruñía en tono quedo. Inesperadamente, un dardo se dirigió a
su garganta, y fue capaz de esquivarlo sin problemas.
—¿Quién quiere
jugar con Kremmel? —siseó—, Kremmel está listo.
Tras las
estatuas, empezaron a surgir decenas y decenas de viscosos hombres sapo.
Algunos portaban cerbatanas; otros, armas saqueadas de los incautos que eran
cazados en las cavernas, la mayoría buscadores de tesoros.
Kremmel señaló
al más grande con una de sus dagas, desafiándolo. Sin duda, se trataba del
líder, porque iba mejor equipado y daba órdenes en un insólito lenguaje lleno
de chasquidos. Cuando éste vio a ese diminuto goblin que intentaba provocarle,
hizo un sonido reiterado que recordaba a la carcajada y le apuntó con una enorme cimitarra; luego avanzó dando largas zancadas.
—¿Por qué has
hecho eso? —preguntó Sarangerel.
—Hay que ganar algo de tiempo hasta que vengan las tortugas a ayudarnos; supongo que el humano bobo de
metal aún tardará bastante… si no se cae antes al agua. Espero equivocarme.
Los hombres sapo
formaron un semicírculo detrás de su líder, que se quedó a la espera de su oponente.
Para ellos se trataba de un desafío formal, y algunos deseaban en secreto ver
muerto al jefe; así tendrían la oportunidad de ocupar su posición.
—No lo mates
demasiado rápi…
Antes de que
Sarangelel pudiese acabar la frase, Kremmel había desaparecido en medio de una
pequeña explosión de humo, teleportándose justo encima de la nuca del gran
hombre sapo, donde insertó sus armas emponzoñadas. El público contempló, entre
admirado y horrorizado, cómo los globos oculares de su líder estallaron,
despidiendo un líquido verduzco. Murió sin tener ninguna oportunidad.
El caballero,
que caminaba con paso tambaleante, llegó seguido de cerca por Zelek.
—Ajá, se quiere
quedar toda la diversión para él —rezongó al ver el combate recién acabado.
—¿Diversión
dices? Ahora seguro que están enfadados, y son un número considerable. Menuda
caterva de criaturas repugnantes. Mírales, parece que la muerte de su líder les
ha ofuscado, pero pronto reaccionarán de una u otra manera. Apostaría a que será
algo violento.
Como si hubiesen
leído el pensamiento de Zelek, los hombres sapo cargaron con rabia, ansiosos
por demostrar quién era merecedor de ser el nuevo líder. Kremmel se retiró,
reuniéndose con Sarangelel, que esperaba el mejor momento para disparar con su
arco. Entretanto, el caballero enarboló su mandoble e hizo una contracarga, y
Zelek alzó una mano chisporroteante.
Los dedos de la
hechicera repelieron el rostro de Sarangelel, y ésta se quedó tendida en el
suelo de la tienda, con el gesto crispado.
—Nuestros dioses
nunca habían enseñado tanto. Puedes estar orgullosa, niña. Ogodei, llévala con
su padre.
—¡No! —exclamó
Sarangelel—. ¡Quiero saber cómo termina esa historia! Mi historia.
—Sólo será tuya, niña desagradecida, si
escoges la ruta que te lleve hasta ella. Ahora vete, debo descansar. ¿No ves lo
que me ha agotado todo esto?
A regañadientes,
salió de la tienda porque sabía que era el fin de aquella visión: en efecto, la
anciana estaba ostensiblemente extenuada, cubierta por una película de sudor.
Ogodei la acompañó y le preguntó qué había visto. Ella se mantuvo en
silencio, abstraída.
Esa tarde, y las
siguientes, y parte de las noches, continuó los duros entrenamientos que su recio
padre le imponía al alba. Trabajó sin descanso, logrando sorprendentes proezas.
—Muy bien, hija.
Recuerda: en la escuela de guerra de la vida, el que no me mata me hace más
fuerte.
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