Como ya sabrás, Oscar Wilde dijo que todo arte es inútil. La frase es célebre y aparece en muchos lugares. El problema es que está sacada de contexto porque falta lo anterior: «Podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil en tanto que no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosa inútil es admirarla intensamente». Esto no invalida al fragmento más conocido, pero le da un matiz diferente: lo que merece admiración, lo elevado, es el arte. Yo no estoy de acuerdo, pues lo que Wilde considera útil también es digno y además facilita la existencia. Me parece bien que alguien esté orgulloso, verbigracia, de construir una casa o arreglar el circuito eléctrico.
Por otro lado, está Nuccio Ordine, el autor de La utilidad de lo inútil. Hace tiempo que leí este texto y no lo recuerdo bien, así que no sé si coincidiré en algo.
Empezaré por los videojuegos de zombis —sí, has leído bien—. El mero hecho de que haya escrito «videojuegos» hará que algunas personas salgan huyendo, porque son incapaces de tomárselos en serio; sin embargo, son algo que forma parte de la realidad y tienen una relevancia indiscutible. Hay humanos detrás de cada uno; humanos que están influidos por el imaginario colectivo y lo transmiten de alguna manera en sus juegos. Menciono el género de los zombis por un motivo: muchos programadores parecen darse cuenta de lo necesario que es para el superviviente mantener el ánimo alto, lo cual consigue a través de leer cómics, revistas, novelas, etc. Esa acción le traslada a otro mundo y hace que olvide, al menos durante un rato, la tragedia de que ahora los demás quieran su cerebro para cenar.
Pasa lo mismo en nuestro día a día: los problemas se atenúan con un buen libro cerca. Imagina que estás en el aeropuerto, esperando para tomar un vuelo, ¿no se haría más soportable esa espera si lees un texto? Sé que hoy muchos responderán que prefieren mirar el móvil, pero ¿qué miran? Si se trata de videos musicales, es un consumo de arte. Lo mismo puede decirse de un gameplay, pues ven la experiencia directa de alguien con otra forma artística. Pienso que se puede afirmar que el arte, a su manera, también facilita la existencia, igual que una mesa o un coche. Es útil en ese sentido. Además, puede incluso enriquecernos culturalmente, ayudarnos a comprender mejor el entorno que hemos construido.
Evidentemente, no es como otros elementos: ropa, techo, comida. Ese tipo de cosas, más que útiles, son necesarias, pues pereceríamos sin ellas. Una vez cubiertas esas necesidades básicas, entra en juego lo que contribuye a hacer que la vida sea más llevadera. Supón que sólo nos dedicásemos al trabajo en una urbe cenicienta en la que no hubiese pelis, libros, series, baloncesto, debates. Seguro que más de uno se haría el sepukku. Hay personas más sensibles que no podrían lidiar con un entorno desprovisto de distracciones; en consecuencia, son muy importantes. Son útiles. Incuso en la antigüedad había juegos para divertirse, como el de Ur.
No creo que la palabra «útil» rebaje al arte en ningún sentido, más bien todo lo contrario. De todos modos, es comprensible que se le tenga un poco de tirria a ese término: el utilitarismo impersonal se encargó de ello. Es un axioma terrible que los gobernantes, en algunas ocasiones, deben enfrentarse al dilema del tranvía, a un zugzwang. Si se quedan de brazos cruzados, la consecuencia será mucho peor. Por supuesto, la decisión que tomen será injusta y azarosa; pero así es la naturaleza: yo aprendí eso temprano, cuando una profesora me abofeteó por algo que había hecho otro. Esa lección me sirvió para soportar las desventuras a las que todo humano debe hacer frente en algún momento.
A lo hora de juzgar lo «inútil», los más pragmáticos deberían tener en cuenta estas cuestiones. Una vez más, aclaro que mis palabras no están escritas en piedra: los humanos somos falibles y la sombra de la duda es alargada.
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