lunes, 16 de febrero de 2015

Rey de nada


Después de ponerse el manto y la corona, César Bonaparte Vigesimoprimero entró en la luminosa sala de guerra. En ella, rodeados de bustos áureos con los rostros de antiguos monarcas, varios generales hidrocéfalos estudiaban el despliegue del ejército, movían regimientos de plomo mediante sendos bastones plateados. Como estaban profundamente embebecidos, no repararon en la entrada de su señor. César prefirió no importunarles y dejar que siguiesen jugando a la guerra; dio media vuelta y recorrió uno de los espaciosos pasillos del palacio. Anduvo con orgullo, consciente de su magnífica estampa llena de medallas y joyas de oro, hasta que un insensato que iba en dirección contraria se atrevió a chocar contra él. Portaba cristales oscuros ante sus ojos, ropa extravagante y una pulsera con números brillantes en el centro de un rectángulo. César juzgó que se trataba de un bufón y se carcajeó de él, esperando que hiciese alguna cabriola o algo parecido; pero en vez de eso se cayó al suelo y empezó a vomitar. Espantado, César huyó mientras buscaba algún guardia que arrestase a aquel hombre; nadie vomitaba en su presencia.
      Atravesó hermosas estancias vacías, una tras otra, sin encontrar a nadie salvo al inveterado guardián de la puerta principal.
      —¿Dónde están mis hombres? —le preguntó.
      —¿Dónde han de estar, señor? Le noto cansado, señor. Debería acompañarme a la salida, señor. Dé una vuelta. Sí, eso le sentará bien. Vaya a su lugar preferido. Sí —dijo asiéndole del antebrazo y conduciéndole al jardín; en él le esperaba un carruaje tirado por corceles blancos.    
      El cochero, un tipo risueño y rechoncho vestido de etiqueta, le abrió la puerta e hizo una reverencia.
      —¿Dónde irá el señor hoy? —inquirió antes de tomar las riendas.
      —¿Dónde crees? A mi zona de recreo. Y sé veloz, que antes he visto algo terrible. Necesito distraerme.       
    Los caballos fueron fustigados sin descanso, estimulados con sonoros lengüetazos de cáñamo. Entretanto, César admiraba el paisaje bucólico, sus dominios. Vio el río dorado que pasaba junto a la aldea del Arce, un sitio mágico con felices animales parlantes. Le habría gustado detenerse para charlar con ellos, pero su mal recuerdo era demasiado peligroso: ¿y si les contagiaba? El más leve soplo de amargura derrumbaría los cimientos de sus casitas. Esa visión le horrorizó y bajó la mirada, taciturno.
      El coche se detuvo cerca de una colina cubierta por un césped cuidado y brillante. César se apeó. Pudo sentir cómo la brisa límpida del lugar aclaraba su mente, disipaba la oscura pátina que la cubría. Empezó a ascender con calma, permitiendo que sus ojos se inundasen del cielo lapislázuli jaspeado de nubes. En la cima, rodeado de escaleras, estaba el motivo de su visita: un trono de piedra. Iba a sentarse en él y reflexionar mientras escuchaba la música que tocaban las aves del paraíso. Luego, cuando la reina de la noche ocupase su lugar, regresaría al palacio para no perderse la opípara cena que siempre le preparaba el mejor chef del reino. Sí, pensó, el plan era magnífico, tanto como su vida; sin embargo, no pudo llevarlo a cabo: alguien ocupaba el trono, un hombre enjuto, barbudo y encapuchado que lo miraba con fiereza. 
       —¿Dónde se había metido? —preguntó—, llevo esperándole todo el santo día.
       —¿Dónde iba a estar? En mi palacio, como de costumbre. Dime quién eres y qué haces aquí.
     —¿Dónde está esa famosa sagacidad suya de la que tanto se habla por las tardes en las cafeterías? Llevo un puñal en el cinto hebillasplateadas ropanegra botasaltas llevo un Winchester encantado que vuela y le va a escupir. Está encima de su cabeza, como la espada de Damocles. 
      César atisbó el arma sólo un segundo antes de que le disparase. Sintió humedad en el rostro y cerró los ojos con fuerza, dispuesto a morir con la dignidad que le corresponde a un prócer. Pero no murió: a la sensación de humedad se adhirió un intenso dolor en la espalda.
      Abrió los ojos.
      Vio de nuevo al hombre barbudo, aunque ahora estaba sentado en un montón de palés rotos y se apoyaba contra un muro enmohecido. Su ropa era diferente: gorro de lana, chaqueta arrugada, pantalones apolillados. Sostenía un vaso resquebrajado y vacío.
      —¿Dónde has estado? Perdiste el conocimiento nada más llegar, muchacho—dijo con una mirada vidriosa que denotaba preocupación. 
      César, confuso, miró en derredor. Se encontraba tirado en un sórdido callejón lleno de deshechos, y tenía la ropa hecha jirones. Una de las mangas de su camisa estaba levantada, dejando ver un brazo sembrado de pinchazos.
      —¿Dónde he estado? Ni idea, pero quiero volver. —Palpó el suelo sucio en busca de otra llave que le llevase a sus dominios. Quizá alguien haya olvidado alguna con un poco de néctar en su interior. No sería la primera vez.


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