miércoles, 4 de marzo de 2015

Cabeza de serpiente


Apoyado en su bicicleta recién comprada, Jorge miraba cómo echaban a un hombre del pequeño bar que había en su barrio. Pensó que tal vez se encontrase ebrio, porque le costaba mantenerse en pie; además, se quedó tirado en la acera un buen rato, mirando al vacío. Después se levantó trabajosamente para meterse en un callejón. Sus padres le advirtieron sobre la clase de personas que podía encontrar en él, así que prefirió olvidarse del asunto, amordazar la peligrosa curiosidad que le tentaba. No fue difícil: vivía en un sitio donde ese tipo de escenas eran comunes y estaba acostumbrado.
      A pesar de ser tan precavido, cometió el error de distraerse durante un buen rato, lo cual hizo que no notase a Luis acercarse por detrás; Luis y sus siete adláteres, los siete magníficos. 
      —Eh, Jorge, amigo —dijo poniéndole una mano en el hombro—, ¿me la dejas un momento? Sólo una vuelta y te la devuelvo. Venga, campeón, que eres cojonudo.
      Jorge observó a los secuaces, sus rostros sonrientes, cocodrílicos, e infirió que esperaban una respuesta negativa; en consecuencia, decidió prestarle su preciada bicicleta, el regalo que obtuvo ayer por soplar doce velas.
     Cuando Luis se montó en ella de un salto, sin miramientos, con su gordo trasero y odiosa expresión de orangután, Jorge rechinó los dientes; pero mantuvo la boca cerrada porque no le apetecía recibir una paliza. Se quedó quieto, controlando la rabia, incluso tras verlo alejarse hasta perderse de vista, acompañado de cerca por esa banda. Luego sintió soledad, impotencia, abatimiento. Y las lágrimas no tardaron en aparecer. Se sentó en un portal para esperar. Esperó una hora, tres, cuatro; todo el tiempo en el mismo sitio, sin moverse. Aunque hubo un accidente de coche mientras tanto, justo delante del bar, él ni se inmutó: deseaba recuperar lo suyo, porque era suyo, suyo. ¿Qué derecho tenía el orangután a quitárselo así?
    Pasada la morbosidad que siempre suscita un cuerpo maltrecho, los mirones regresaron a sus cuevas, y el inconfundible rugido de una Harley rasgó la atmósfera. Jorge, al escucharlo, se levantó con la rapidez de las ardillas: se trataba de alguien que admiraba desde que tenía uso de razón.
      La moto aparcó cerca y su tío se bajó de ella, moviendo los flecos de su cazadora parda. Como le gustaba ZZ Top, se había dejado una larga barba que le daba aspecto de hechicero loco, y nunca llevaba casco porque, según él, la vida es patética si no hay riesgos.
      —¿Pasa algo, chaval? ¿Y esos ojos? ¿No habrás llorado, eh?
      —Me han quitado la bici. Y no, no he llorado.
      —Ah, ya veo —dijo revolviéndole el pelo—. No es el fin del mundo. ¿Sabes quién fue?
      —Lo sé: Luis y su pandilla. Dice que puede hacer esas cosas porque es su territorio. A un amigo mío lo encerraron en un contenedor y luego se sentaron encima.
      —Entonces el problema es ése, ya veo. Es lógico, con esa pinta de angelito que gastas… Eres igual que tu padre: los dos bien formales y con la raya al lado, un peinado perfecto para la primera comunión. A ver, a ver, déjame pensar. —Prendió un cigarrillo—.Tienes que cortarle la cabeza a la serpiente, está claro. Es lo mejor.
      —¿Cortar la cabeza a la serpiente? No entiendo.
      —Ese tal… ¿Luis? Es el jefazo, ¿verdad? Pues él es la cabeza: córtala y el cuerpo morirá con ella. El problema es que necesitarás a alguien que te apoye, aliados. La vida es así, chaval: o comes, o te comen. Mira esto. —Se giró para que viese el emblema de su espalda, una cabeza tentacular con la palabra Primigenios encima—. Es el símbolo de mi hermandad: los tentáculos forman parte de un todo, la unión hace la fuerza.
      Jorge puso su pequeña mano pálida sobre la imagen.
      —Cómo mola. Pero ¿qué pasa si mis amigos no quieren ayudarme?
      —Pues te enfrentas a la cabeza sin apoyo. Al menos así te ganarás su respeto, supongo; aunque también puedes acabar mal. La clave es no mostrar miedo. Nunca le tengas miedo a nadie. Eres mi sobrino, coño, dale lo que se merece a ese cabrón. Y cuéntamelo luego, que ahora voy a tomar unas cervezas antes de visitar a tus padres —dijo enfilando hacia el bar.
      Después de admirar la moto durante un rato, Jorge regresó a casa: comprendió, y aceptó, que no tenía sentido esperar por algo que nunca iba a aparecer.
      Horas más tarde, el tío de Jorge hablaba con el padre de éste en el despacho donde recibía a sus clientes, pues era psicólogo.
      —¿Has visto a mi hijo? Es la hora de cenar y aún no ha vuelto. Es raro en él. Creo que se pasó por aquí un rato y volvió a marcharse.
      —Sí, tuve una charla con el chaval; parece que tiene problemas. Cosas de críos. 
      —También es raro que mi revólver haya desaparecido —dijo abriendo el primer cajón del escritorio—, y eso me preocupa porque estaba cargado: nunca sabes cuándo van a reaccionar con violencia esos depresivos hijos de puta.
      El rostro del motero hizo un gesto de sufrimiento, uno que su tatuador conocía muy bien. 


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