sábado, 21 de agosto de 2021

Confesiones de un editor

 


Buscando las Confesiones de San Agustín, libro que nunca he leído, encontré este otro y no pude resistirme a adquirirlo; tenía curiosidad por saber cómo era el mundillo literario a principios del siglo veinte. Los primeros capítulos fueron bastante interesantes, aunque no me dijeron nada nuevo: explican el día a día de un editor, sus vicisitudes, los diferentes tipos de escritores con los que debe lidiar, la imprevisibilidad del lector, los malos juicios que se suelen hacer a los manuscritos. Por supuesto, hay diferencias con la actualidad; pero nada inaudito. 

Lo que me dejó con la boca abierta es el sexto capítulo: «Imprimir a costa del autor». No imaginaba que las editoriales falsas tuviesen tanta solera. Supongo que en aquella época eran más difíciles de diferenciar, porque no había internet para leer opiniones diversas sobre ellas. Incluso ahora saben disfrazarse cada vez mejor, pues van eliminando aquello que las delata. Aun así, al final meten una puñalada por la espalda. Eso seguro. Antes o después el autor deberá soltar una buena cantidad de pasta para comprar su propia obra. 

Como estas editoriales publican todo lo que les llega, su catálogo es un océano interminable y abigarrado de obras ignotas. Éstas reciben una promoción exigua, así que la mayoría del público no sabe nada de ellas. El autor se ve condenado a venderlas entre amigos, conocidos y familiares. Con suerte, algún despistado se hará también con una; pero lo más probable es que el autor acabe con un par de cajas de su novela en el sótano, donde irán siendo cubiertas por telarañas. Mal destino para un sueño. 

Evidentemente, en un catálogo de proporciones gargantuescas puedes apostar a que alguna obra merece la pena, incluso habrá textos de calidad excepcional; sin embargo, también se quedarán en la sombra después de haber sido rechazados por las editoriales tradicionales. Los falsos editores se aprovechan de que no hay espacio para todo y se quedan con los rechazados, les ofrecen publicar aunque ni siquiera suelen leer lo que reciben: sólo les importa venderle los ejemplares al autor y llenarse los bolsillos. Es posible que con el tiempo simulen cambiar para seguir con el timo, lo cual les funciona, al parecer; hay editoriales de esta índole que siguen en activo después de unos cuantos años. Siempre habrá autores desesperados o sin experiencia a los que sacarles los cuartos. 

Todo esto sucede, en parte, por culpa del desconocimiento: muy pocas personas se toman en serio a alguien que escribe y no publica, pero las cosas son muy diferentes cuando sí lo hace. Como el ciudadano medio no tiene ni idea de lo que son estas editoriales, cuela. Hasta pueden comprar en ellas sin percatarse de nada sospechoso. Además, las horas que pueden meterse en una novela son muchas, incontables, y hay una necesidad de ver recompensado ese trabajo solitario. La atracción que estas editoriales ejercen sobre ciertos autores es comprensible, desde mi punto de vista.

«Estos pseudo-editores en ocasiones encargan manuscritos a escritores ignorantes. Ocultan anuncios en las revistas literarias. La ignorancia y la ambición constituyen una combinación susceptible. Hace algunos años, uno de estos convincentes estafadores sobornó a un lector de una de las editoriales más importantes para que le facilitara los nombres de todos los escritores cuyas novelas habían sido rechazadas. Después, el charlatán los asedió con circulares y con cartas».

Cuando sospecho que una editorial es así, les envío mi primera novela; novela llena de errores e incoherencias de novato y otras bromas añadidas a posteriori, como hacer que dos personajes insulten a la editorial en un diálogo. Hasta hoy, ninguna de ellas ha rechazado el manuscrito, prueba de que no se molestan ni en leerlo por encima. La oferta editorial suele llegarme a la semana si no disimulan mucho, o al mes si pretenden aparentar un mínimo de seriedad. Ahora bien, reconozco que en una ocasión casi fui engañado por una que parecía completamente normal. Por suerte, investigué un poco y descubrí que los editores habían trabajado para una editorial falsa. Hay que andar con pies de adamantium. 

Perogrullada: el dinero debe ir siempre de la editorial al escritor, no al revés. Es mucho mejor publicar por uno mismo antes que recurrir a esas «editoriales». La peor situación posible es que no te lea nadie, pero al menos no te habrán robado miles de maravedíes. Y no contribuirás a que sigan existiendo los que se alimentan de la inexperiencia. 

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