miércoles, 27 de noviembre de 2019

De la disciplina al rendimiento


Afirma Byung-Chul Han que la sociedad disciplinaria ha dejado paso a la sociedad del rendimiento. Yo no le daría carpetazo aún a lo que describió Foucault; pero sí pienso que se ha emprendido el camino hacia un sistema donde no es necesario que el amo vaya detrás del trabajador, látigo en mano, porque éste ya se encarga de fustigarse a sí mismo. La disciplina, todavía presente, moldea al futuro humano sumiso que estará siempre formándose y adaptándose a cualquier situación. 

Es superflua la vigilancia, o la posibilidad constante de una reconversión —la presencia imponente de la torre en el panóptico—, cuando una puntuación de excelencia determina la calidad del trabajo: menos puntos, menos horas permitidas. Tampoco es necesaria si se sustituye con una competitividad nefanda: ¿quién se hará con el nuevo puesto? ¿Quién perderá el suyo? Es evidente que estas condiciones llevarán a la depresión y al fracaso. Sobre todo si a eso se suma un crecimiento significativo del narcisismo: los demás dejan de ser un fin para convertirse en medio. Un neoliberalismo prologando podría, además, estragar al imperativo categórico kantiano, la brújula moral interior, lo cual llevaría indiscutiblemente hacia un entorno distópico. 

No ayudan, por desgracia, algunos razonamientos cojos de quienes tienen visibilidad: «Si yo he llegado hasta aquí, cualquiera puede». «Quienes no han llegado a donde estoy yo, no son nadie». Ambas frases las he leído en el ámbito literario. Puede parecer que la primera es positiva, pero es tan insalubre como la segunda. Suelo fiarme de quien, en algún momento, ha tenido el síndrome del impostor: eso indica que posee sentido común. Lo anterior denota una vida en un cuarto muy pequeño con espejos en las paredes, o la creencia pueril de que cualquiera, si se esfuerza, puede lograr lo que se proponga. Supongo que los libros de autoayuda han contribuido a lo último. 

El trabajo constante conduce al cansancio, donde se deja de lado al importante tiempo reflexivo para hundirse en el consumo del ocio banal. Recientemente se ha estrenado una película, Joker, que contiene un momento mágico —es un destripamiento del final, cuidado—: cuando Arthur dispara al presentador, a quien está disparando realmente es al espectador medio, el mismo que disfruta viendo los ahora célebres concursos de talentos. En ellos se permite pasar el filtro a algunas personas que se convierten, sin pretenderlo, en bufones de unos jueces que olvidan algo importante: las ilusiones de alguien que cree tener un talento o habilidad son tan auténticas como las del mayor genio artístico. Quebrarlas públicamente para subir la audiencia es, como mínimo, propio de una época oscura que será vista con desprecio en el futuro... a menos que éste sea aún peor, por supuesto.

Podría decirse que el ciudadano de hoy se mueve entre la disciplina y el rendimiento. Tengo la impresión de que esos dos conceptos están unidos entre sí; uno lleva al otro. Donde sí coincido plenamente con el surcoreano es en su visión de las redes. El debate es casi inexistente. No se argumenta. La verdad no interesa o no se percibe. Lo que se busca es un reconocimiento continuo, la transformación de uno mismo en un producto exitoso. Y el alarmante florecimiento de las shitstorms significa que el respeto se va difuminando. «No se nos ocurre pensar que el otro pueda tener preocupaciones ni dolor. En la comunidad del “me gusta” uno sólo se encuentra a sí mismo y a quienes son como él». 

¿Cómo solucionar esto? Ni idea. Sin meterme a analizar el añoso sistema educativo, lo cual ya se ha hecho bastante, tal vez un primer paso sería tomar un buen número de medidas contra el acoso escolar, porque me temo que tiene más importancia de lo que se cree; afecta incluso a quien no toma parte activa. Nótese que hablo de los cimientos sociales, la educación, porque considero que la actualidad ya no tiene arreglo. Se puede mejorar lo que hay, sin duda; pero será en el futuro. 

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