lunes, 14 de septiembre de 2015

Ballard soñó con un mundo de cristal


El día que murió William Burroughs, Ballard lo mencionó como el último escritor verdadero; es decir, el último que se atrevió a explorar lugares vírgenes, a dejar libre su imaginación. Conozco a Burroughs y sé que hay algo de verdad en ello —por suerte, aún quedan osados exploradores, unos pocos—; pero nunca había leído nada de Ballard y me entró curiosidad, porque necesitaba saber si él también fue más allá de los cánones. Cuando un lector termina cierto número de novelas, suele darse cuenta de que la mayoría son intercambiables: ni siquiera llegan a ser una digna reconversión, o deconstrucción si te gusta cocinar...

Aunque El mundo de cristal es parte de una tetralogía, se trata de una historia independiente que puede leerse sin conocer el resto. Son novelas que, por lo que he podido ver, muestran a la civilización corriendo el riesgo de extinguirse. Los títulos lo dejan claro: El mundo sumergido, El huracán cósmico y La sequía. Después de terminar el que ahora nos ocupa, decidí que debía leerlos todos. 

Acababa de recorrer las sangrientas calles de Cosecha roja, y me chocó ir de una prosa muy ágil a la que usa Ballard, ya que en ella prima la atmósfera sobre la acción y el diálogo. Los personajes se toman su tiempo para darse a conocer, van entrando despacio en el misterio que les rodea, una selva que se está cristalizando sin motivo aparente. Por supuesto, dicha cristalización es mortal para los seres vivos que se exponen demasiado a su influjo; si no fuese así, no sería sugestivo. En cierto sentido, se trata de una belleza asesina e hipnotizadora que se expande inexorablemente. Son fascinantes las poéticas descripciones de los animales vitrificados.

Mientras el raro fenómeno amenaza con hacer de la tierra una enorme cristalería, algunos lugareños se preocupan por otras cuestiones: beneficios, caprichos, asuntos que carecen de importancia frente a lo que se les viene encima. Usemos un símil onírico: una isla en medio del vacío, la nada. El único habitante tiene lo suficiente para vivir; mas, dando señales de irracionalidad, coge un instrumento creado por él y rompe un pedacito de la isla cada día, labrándose su propio final. ¿Que por qué lo hace? Bueno, un psicólogo daría una respuesta seria y racional, yo lo resumo en que se trata de un gilipollas. 

Sin duda, el libro es peculiar; no creo que existan muchas novelas similares. Me pareció un argumento sugerente con mucha capacidad para abstraer al lector, hacerle discurrir. Eso está requetebién; pero no todo son flores en el paraíso: hay imágenes geniales que pierden fuerza porque se abusa de ellas, lo cual resulta decepcionante, y a veces se percibe cierta artificialidad en las descripciones. Un par de detalles que pueden perdonarse porque Ballard, al igual que Burroughs, le quitó los grilletes a su imaginación. No hablamos de una obra intercambiable, sino con personalidad propia. Pronto acabaré hincándole el diente a las otras.