domingo, 12 de julio de 2015

Predicción


Arrastrando una espada entre un entramado de yurtas, la joven Sarangerel se dirigía a su rincón preferido: una solitaria laguna rodeada de colinas. Acababa de finalizar el entrenamiento y ver, una vez más, decepción en los ojos de su padre; como era el mejor luchador de la tribu, le exigía que se esforzase al máximo, que siguiese aun con los dedos entumecidos, y a ella siempre le abandonaban las fuerzas; se quedaba tendida en el suelo, resollando. Por si fuese poco, guardaba la certeza de que no había nacido para combatir. Ni siquiera fue capaz de derrotar a Bolormaa, una chica presuntuosa que la retó ante sus amigas incondicionales.
      Tampoco sabía montar a caballo con la misma naturalidad que sus compañeras de caza, y sus disparos con el arco dejaban bastante que desear. Si al menos notase algún progreso, algo, cualquier cosa; pero se veía a sí misma igual que una roca: inamovible, estancada… inútil. Los años pasaban a toda velocidad, erosionando anhelos que la visitaban cuando soñaba; anhelos de honor, gloria, combates contra el mal que moraba en el interior de las montañas. Se rumoreaba que sólo un grupo de elegidos, guerreros legendarios, sería capaz de atravesar la oscuridad y plantarle cara a los muchos ojos brillantes que se refugian en las cavernas. 
      Sarangerel cogió una piedrecilla y la arrojó a la laguna. Al hacerlo, notó una punzada de dolor en la muñeca.
      —Vaya —masculló mientras se la frotaba.
      —Eso no debería dolerte —dijo una voz tras ella. Era Ogodei, el único muchacho que se molestaba en hablarle.
      —¿Qué haces aquí? —preguntó simulando no sentir nada.
      —Daba un paseo. —Se sentó al lado de la chica, dejando su arco corto cerca, al alcance de la mano—. Me gustan los paseos. ¿Tanto te duele arrojar una piedra?
      —No es asunto tuyo. Preferiría estar sola, si no te importa.
      —Comprendo: necesitas pensar en lo mal que te va con el combate y la caza. Eres una vergüenza para todos nosotros.
      Gruñendo, Sarangelel le lanzó un puñetazo, pero éste fue eludido con facilidad.
      —Así nunca me rozarás —dijo Ogodei—; tu padre está loco cansándote tanto.
      —Mi padre sabe lo que se hace. Yo soy la culpable de sus penas. Creo… creo que estaría mejor muerta. A veces pienso en meterme en ese agua y quedarme dentro; quizá los dioses me tengan reservado algo mejor.
      Ogodei se levantó bruscamente. En su rostro podía leerse un intenso mensaje de ira.
      —Puedes, si tienes el valor necesario, saber qué quieren de ti los dioses; mi abuela te lo dirá.
      La abuela de Ogodei era una anciana hechicera que gozaba del favor divino. Incluso el jefe le pedía consejo antes de cada escaramuza.
      —¿Una predicción? Seguro que no querrá otorgarme semejante honor.
      —Tú no la conoces. Ven conmigo.
      Se dirigieron a la tienda de la hechicera, que por fuera estaba llena de extraños abalorios y fetiches con diferentes formas de aves. En el interior, rodeada de volutas de humo, una anciana meditaba en la posición del loto. Varias pulseras cubrían sus enjutos brazos de cuero arrugado, y un enorme collar de huesos le tapaba el marchito pecho desnudo. Sarangelel nunca la había visto tan de cerca, y tuvo la impresión de que debía tener mil años. Se sentó enfrente de ella, en la misma postura, sin pronunciar palabra. Ogodei hizo lo propio. Ambos sabían que, para mostrar la deferencia debida, era necesario esperar a que ella hablase primero; lo contrario significaba interrumpir esa importante meditación.
      Después de un rato, la hechicera habló con una voz grave, cascada, la voz que causaba fervor en toda la tribu.
      —El desánimo que te aflige, Sarangerel, forjará tu carácter en el futuro: la adversidad nos hace fuertes. Sin embargo… sí; te entregaré lo que buscas, porque tus pensamientos son demasiado tormentosos. ¿Estás preparada? ¿De verdad quieres saberlo? Tal vez descubras algo que no te agrade; tal vez debas ahogarte en esa laguna.
      —¡Abuela! —exclamó Ogodei—, ¿por qué dices eso?
      —¿Lo harás o no? —preguntó la hechicera ignorando a su nieto.
      —Sí, no tengo nada que perder.
      —Entonces acércate.
      Sarangerel se colocó a su lado, y la anciana le puso ambas manos sobre la faz, tapándole su visión…

      Una negrura absoluta fue cediendo lentamente a la luminosidad mortecina que generaba un objeto cúbico. Sarangelel tuvo la sensación de estar soñando, uno de esos sueños donde se ejerce de mero espectador. Poco a poco, al tiempo que se aproximaba a la luz, percibió varias siluetas y escuchó murmullos que iban creciendo, convirtiéndose en palabras altas y claras. 
      —…por lo tanto —dijo un vozarrón—, deberías hacer algo con estas condenadas tinieblas. Voy a terminar cayéndome ahí abajo, y no puedo nadar si llevo la armadura.
      —Claro, amigo —contestó alguien con palabras trémulas y atipladas—, apartemos las tinieblas para llamar la atención de lo que sea que more aquí. Muy sabio por tu parte. También podríamos dar un festejo.
      —¿Acaso no hemos venido precisamente con la intención de acabar con lo que sea que more aquí? ¿Eh, «amigo»? ¿Eh?
      —Tú lo has querido.
      Cientos de llamas flotantes se encendieron al unísono a lo largo de una ancha e inmensa bóveda. Emitían un curioso fuego azulado, el mismo que podía hallarse en la tienda de la hechicera durante las noches. Tanta luz deslumbró a Sarangelel, pero logró habituarse y percibirlo todo con claridad. Su sorpresa fue mayúscula: acompañada por dos hombres y un curioso goblin de mirada roja, estaba ella. Tenía varios años más y una longa cicatriz en el brazo. También notó otro cambio más profundo: la actitud. Esa Sarangelel se movía con decisión, sin miedo, afrontando el riesgo igual que sus, aparentemente, poderosos compañeros.
      —Ya era hora, Zelek. Malditos magos, siempre reservándose los mejores trucos —dijo el vozarrón de antes. Se trataba de un caballero equipado con una reluciente armadura de placas. De su rostro atezado crecía una barba que le llegaba a la cintura—. Que vengan esos monstruos si se atreven, porque impartiré justicia con mi espada.
      A su lado, sosteniendo un báculo en cuya punta rutilaba aquel objeto cúbico, había un pálido hombre enjuto que usaba túnica.
      —Me gustará verlo —dijo—, porque esto los va a atraer como insectos, seguro que sí.  
      El goblin, cuyo oscuro atuendo le hacía parecer una sombra, desenfundó sus dagas emponzoñadas y avanzó a toda velocidad.
      —Supongo que habrá visto algo —dijo el caballero—. Yo no puedo seguirlo si corre así, el condenado.
      En esos momentos, el grupo avanzaba por un puente angosto que cruzaba un lago subterráneo, y el caballero, con su voluminosa armadura, lo estaba pasando realmente mal.
      Sarangelel se adelantó.
      —Yo le sigo —dijo—, creo que soy capaz de alcanzarle.
      Mientras corría sobre las tablas bamboleantes, Sarangelel quedó deslumbrada por las enormes estatuas que los moradores originales habían esculpido en ese lugar; éstas representaban antiguos dioses olvidados, humanos con cabezas de animal, y bordeaban un islote redondo. Al final del camino, que acababa en ese islote, el goblin husmeaba y gruñía en tono quedo. Inesperadamente, un dardo se dirigió a su garganta, y fue capaz de esquivarlo sin problemas.
      —¿Quién quiere jugar con Kremmel? —siseó—, Kremmel está listo.
      Tras las estatuas, empezaron a surgir decenas y decenas de viscosos hombres sapo. Algunos portaban cerbatanas; otros, armas saqueadas de los incautos que eran cazados en las cavernas, la mayoría buscadores de tesoros.
      Kremmel señaló al más grande con una de sus dagas, desafiándolo. Sin duda, se trataba del líder, porque iba mejor equipado y daba órdenes en un insólito lenguaje lleno de chasquidos. Cuando éste vio a ese diminuto goblin que intentaba provocarle, hizo un sonido reiterado que recordaba a la carcajada y le apuntó con una enorme cimitarra; luego avanzó dando largas zancadas. 
      —¿Por qué has hecho eso? —preguntó Sarangerel.
      —Hay que ganar algo de tiempo hasta que vengan las tortugas a ayudarnos; supongo que el humano bobo de metal aún tardará bastante… si no se cae antes al agua. Espero equivocarme. 
      Los hombres sapo formaron un semicírculo detrás de su líder, que se quedó a la espera de su oponente. Para ellos se trataba de un desafío formal, y algunos deseaban en secreto ver muerto al jefe; así tendrían la oportunidad de ocupar su posición.
      —No lo mates demasiado rápi…
     Antes de que Sarangelel pudiese acabar la frase, Kremmel había desaparecido en medio de una pequeña explosión de humo, teleportándose justo encima de la nuca del gran hombre sapo, donde insertó sus armas emponzoñadas. El público contempló, entre admirado y horrorizado, cómo los globos oculares de su líder estallaron, despidiendo un líquido verduzco. Murió sin tener ninguna oportunidad.
      El caballero, que caminaba con paso tambaleante, llegó seguido de cerca por Zelek.
      —Ajá, se quiere quedar toda la diversión para él —rezongó al ver el combate recién acabado.
      —¿Diversión dices? Ahora seguro que están enfadados, y son un número considerable. Menuda caterva de criaturas repugnantes. Mírales, parece que la muerte de su líder les ha ofuscado, pero pronto reaccionarán de una u otra manera. Apostaría a que será algo violento.
      Como si hubiesen leído el pensamiento de Zelek, los hombres sapo cargaron con rabia, ansiosos por demostrar quién era merecedor de ser el nuevo líder. Kremmel se retiró, reuniéndose con Sarangelel, que esperaba el mejor momento para disparar con su arco. Entretanto, el caballero enarboló su mandoble e hizo una contracarga, y Zelek alzó una mano chisporroteante.

      Los dedos de la hechicera repelieron el rostro de Sarangelel, y ésta se quedó tendida en el suelo de la tienda, con el gesto crispado.
      —Nuestros dioses nunca habían enseñado tanto. Puedes estar orgullosa, niña. Ogodei, llévala con su padre.
      —¡No! —exclamó Sarangelel—. ¡Quiero saber cómo termina esa historia! Mi historia.
      —Sólo será tuya, niña desagradecida, si escoges la ruta que te lleve hasta ella. Ahora vete, debo descansar. ¿No ves lo que me ha agotado todo esto?
      A regañadientes, salió de la tienda porque sabía que era el fin de aquella visión: en efecto, la anciana estaba ostensiblemente extenuada, cubierta por una película de sudor. Ogodei la acompañó y le preguntó qué había visto. Ella se mantuvo en silencio, abstraída.  
      Esa tarde, y las siguientes, y parte de las noches, continuó los duros entrenamientos que su recio padre le imponía al alba. Trabajó sin descanso, logrando sorprendentes proezas.
      —Muy bien, hija. Recuerda: en la escuela de guerra de la vida, el que no me mata me hace más fuerte.


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